Recuerdo que hace poco, caminando los dos por Madrid -en uno de sus descansos entre protestas contra los turistas que abarrotaban su calle Mayor-, se me volvió, me miró con esos ojos selectivamente aburridos que tenía y, sin previo aviso, me espetó a la jeta
- tú y yo damos pena, tío
Yo protesté, claro. La verdad es que los dos nos sentíamos un poco descuidados sentimentalmente, estábamos con un poquito (casi nada, la verdad) de sobrepeso, no íbamos precisamente de Loewe y, en fin... la imagen proyectada no era la de incuestionados líderes de masas.
Pero lo cierto es que a Ceesepe siempre le importó un carajo ser líder. Quería que le dejaran en paz, amaba pintar, odiaba cualquier violencia y, sin querer, soltaba unas invectivas telegráficas que quitaban el hipo, de certeras que eran. A veces alguien le entraba con algo pretendidamente pseudointeresante y, al poco, se volvía al orador, le clavaba la mirada y le soltaba un “tío, deja de dar la vara” con tal sinceridad y profundo agotamiento que succionaba la vitalidad del sujeto-objeto. Ahí acababa la cosa. Cualquier cosa.
Tuvo tanto éxito que quiso terminar solo, y su último cumpleaños lo celebró en una terraza del parque de Atenas, destemplado por la medicación, y solo acompañado de dos hermanos gorditos que, en el fondo y en la superficie, llegaron a quererle en contra de su voluntad. Como tanta otra gente.
Porque esa era la magia de Ceesepe: tenías que quererle, aunque él hiciera lo posible para obstaculizar tal cosa. Hablaba poco, sonreía menos, no se dejaba conocer y, mire Ud., se le quería. Porque era ingenioso e ingenuo; su languidez atraía; sus silencios hablaban. Sus palabras, medidas sin querer, siempre llegaban.
Se dedicó toda su vida a su arte, que evolucionó sin cambiar, porque fue de los únicos con un verdadero estilo propio. Pintaba señoras desnudas porque no sabía pintarlas vestidas, y quería a quien quería. A su núcleo.
Los demás eramos satélites, y nos bastaba.
Finalizo sin hacer el típico exordio cronológico de su vida. Ese es fácil encontrarlo. Yo cierro recordando su lealtad al Hylogui, su veneración por Emma, su aversión a un mendigo de la calle de Arenal que siempre le insultaba, su descubrimiento del banquito del Arranca Thelma; su gusto por toda curva, su miedo a los espacios vacíos y su amor a un arte que, junto con nosotros, siempre le recordará.
Buen viaje, amigo Carlos. La expo de este septiembre de Carlos A. y Carlos C. en la galería DoblEscaparate, como tú la bautizaste, no se anula. Solo se suspende hasta que volvamos a estar todos juntos.
Porque volveremos a estarlo.
sábado, 8 de septiembre de 2018
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