jueves, 19 de agosto de 2021

La hipocresía de Afghanistan

Cuánto clamor por el futuro de las libertades. Cuánta denuncia, indignación, soflamas y lágrimas en previsión de un genocidio que ya se antoja seguro, sobre todo en lo atinente a heterodoxos, no practicantes, orientaciones sexuales diversas y, sobre todo mujeres. 

Estamos ya llorando por quienes todavía viven, pero que, anticipamos, dejaremos morir. Estamos llorando por vivos que ya vemos muertos. Y, con eso, nos basta. 

Y los sabemos muertos porque no tienen nada por lo que merezcan ser salvados por Occidente. No tienen petroleo, gas natural, tierras raras, piedras preciosas o minerales de interés. Solo hay montañas, cuevas, señores con pakul y muchos, muchos campos de amapolas. Por eso echaremos la culpa a Rusia, China y el fanatismo religioso, abriremos nuestras puertas a unos cuantos y ya está. Los malos, señalados. Nuestras conciencias, lavadas merced a un puñado de afganos a quienes salvaremos. Y con eso, sentémonos en la grada del Coliseo global para presenciar un nuevo genocidio.

Aunque todavía estén vivos.

Aunque todavía se les pueda salvar.

Bastaría con convencer a los USA de que sentaran a China y Rusia en la mesa y negociaran. Pero claro, habría que dar algo a cambio de mandar un contingente ONU respaldado por los tres gigantes. Y Afghanistan no tiene nada.

Por eso dejaremos que gente logicamente fanatizada -merced a la incultura que nunca nos convino erradicar- reinstaure un régimen religioso radical basado en la interpretación más medieval del Libro. Dejaremos que se diezmen entre ellos y solo entonces, cuando la población se haya reducido en cientos de miles, quizás millones, entrará la potencia que corresponda a ocupar la llamada Tumba de imperios. Pero puede que esta tercera potencia de ocupación se dedique a fomentar el cultivo del opio y restaurar una nueva ruta de la seda en que, en lugar del ansiado tejido, las especias, el ámbar, las gemas o el marfil, lo que llegue a nuestra hastiada civilización sea heroina a precio de coste y en todas sus formas. Heroina para enganchar a una juventud harta ya de todo y embargada por el tedio. Opiaceos para ahogar el dolor de una generacion madura que solo quiere olvidar que sus sueños fracasaron, que el palacio soñado al final solo pudo ser ser una autocaravana y que el hidromiel prometido se tornó en oxicodona para calmar todo dolor. Y soluciones mórficas para que muchos de los moribundos dejen este mundo tal y como lo habitaron: sin haber vivido. Opio para el pueblo en sustitucion de los otros opios. Opio para todas las edades y para todos los bolsillos. Opio a precio de maría, chocolate o Valium con receta. Opio para vivir sin vivir y morir sin entrar en la Eternidad. Opio para olvidar y ser olvidados.
Hasta por el Olvido.

Todavía podemos hacer algo. Mucho. Todo. Pero no lo haremos. Porque en parte estamos ya todos abotagados por la droga del tedio de la decadencia. Y abotagados pensamos que, tras lo vivido, esto no es nada. Somos avestruces con la cabeza hundida en el suelo, convencidos de nuestra invulnerabilidad. Somos tontos culpables condenados por comisión por omisión que lloramos a quienes todavía podemos salvar. Pero en la era de la magnificación del efecto mariposa, las consecuencias de esta enésima sentencia puede que al medio plazo sean de tal magnitud que terminen por corroer los debilitados cimientos de lo que nos queda como civilización.