La belleza se crea desde la fealdad de un momento súbito, doloroso y perdido, en que la única luz que nos salva in extremis es aquella que podamos crear. Por eso el creador sobrevive y el desafortunado puro por carente de esa capacidad, se mata o es matado. Esa es la gratitud de la belleza, que requiere de dolor para nacer, pero postreramente consuela y, si no salva, salva del olvido.
Pero duele. Y cuando no duele, obliga a buscar esa pulsión que empuja a una pasión coyuntural y culpable, egoista y efímera.