La batalla contra la depresión de seres amados es la más larga, cruenta y descorazonadora que se puede entablar. Porque el contrario no es la persona que tenemos delante, a quien queremos. Esa persona no es más que el emisario involuntario de un mal imprevisible y que no razona. Un mal con el que no se puede empatizar, del que no se pueden esperar respuestas lógicas porque se ve legitimado para cambiar el discurso repentinamente y mutar completamente la máscara.
La depresión no cumple sus promesas de treguas o armisticios. Su palabra no es de fiar; es el escorpión que se pica a sí mismo porque esa es su naturaleza, y hiere a la persona que carga con él aunque, hiriendo, salga también perdiendo. Si llamamos cáncer a la enfermedad que consume el cuerpo, la depresión debería ser el escorpio que acaba con el alma. Y del mismo modo que el deterioro del cáncer desgasta al entorno del enfermo físico, la depresión mina a los seres que rodean al depresivo. Porque el cáncer no se contagia, pero llega un punto en que la depresión hace tal mella en los entornos, que si bien no se contagia, sí se reproduce en forma de tristeza, desesperación y, en última instancia, abandono. Por eso es tan difícil tratar la depresión desde el amor de pareja. Porque es un amor de empatía, y la depresión cercena la capacidad de empatizar.