Cerdeña, el granero del imperio romano.
Amor imposible de aquellos pilotos ingleses que la bombardeaban, con lágrimas en los ojos, en tiempos de Mussolini.
Amante del Aga Khan, quien en 1958 pagaría ismaelita moneda a Agnelli o Mentasti para hacerse con su costa Esmeralda.
La Cerdeña de las nativas de Bosa bordando el filet; del gregoriano canto en el monasterio de San Pietro di Sorres. De la arqueología redescubierta por Taramelli, quién excavó la civilizacion prenurágica -tanto sus necropolis como los Nuraghe y sus cúpulas, adelantadas a las piedras de toque continentales-.
La Cerdeña junco, que se pliega para sobrevivir, a la vez irreductible en lugares como Barbagia; depositaria de costumbres, lengua y tradiciones ancestrales que reunen al Dionisio infernal, asesinado por los gigantes, con las víctimas de los sacrificios de propiciación -emborrachadas para no sufrir- y las máscaras atávicas de sus carnavales. La de los Crucificados de brazos articulados para poder recrear los Descendimientos en Semana Santa, que entre tanto descansan en templos bicromos -basalto y caliza, caliza y basalto- de estilo pisano como el de Saccarghia.
La Cerdeña romana, genovesa, aragonesa, savoyana; mussoliniana en sus Fertilia o Carbonia; de manos comunes y manos muertas, desamortizada con las leyes Rattazzi de 1855 y cuyos Nuraghe servirían para marcar las nuevas lindes tras 1820. La Cerdeña del castello antes De Auria, luego Doria y finalmente Sardo; del viento que enloquece la razón y pare jannas (las astures xanas) y Mamuthones.
Deliciosa cuando se la cuece al dente, para añadir después aceite y una cucharita de Bottargha por comensal. La del pecorino, el ovinforth, la Salsiccia, el rizio, las espinosas alcachofas o los lumaconi... todo ello mojado con su cannonau y digerido merced al mejor mirto (prima el oscuro frente al blanco) o una copita de moscatel de Sorso.
Esa Cerdeña, tan ajena a los Porto Cervos y las fiestas de ex-presidentes y jovencitas.
Esa.