sábado, 7 de octubre de 2017

Blade Runner 2049. Una joya innecesaria



Axioma de partida: NUNCA se precisó una segunda parte de Blade Runner. Así era la rosa, autoconclusiva y dejada a la reflexión última de cada espectador. Dicho lo cual, era inevitable que una Obra Maestra del cine como esta fuera pasto de los secuelistas de esta triste época, en que impera la relacion inversa entre imaginación y codicia. Se intentó evitar, postergar... pero al fin, tuvo que llegar la temida segunda parte. Una segunda parte que, empero, nunca podría estar a la altura de la primera, por la simple razon de que eso es imposible. Solo la necesidad de continuar ese mundo oscuro de replicantes y humanos como insectos, en que el sueño y la realidad de cada existencia son tan difusos como las gotas de lluvia hace imposible inteoducir alguna idea a esa altura. Dicho lo cual, la secuela no intenta eclipsar a su antecesora, solo humildemente continuarla intentando llegar a su altura en la (parca) medida de lo posible. Y es en el humilde reconocimiento de tal imposibilidad donde reside su mérito. En que esa consciencia de finitud lleva a respetar al 1000% el mundo creado por Ridley Scott, Moebius y Fancher, intentando recrearlo hasta el punto de no prescindir de los tres elementos que llevaron Blade Runner a la gloria: la ambientacion, la opresion y el final no feliz. Estos tres elementos vuelven y, si bien es cierto que personajes como Luv (¿qué hace una supermalísima de comic aquí?) y Wallace (solo habrá un Tyrell, por mucho que hagan a Leto decir tontuneces) sobren de todo punto, la película devuelve al espectador a esa melancolía que sentimos cuando escuchamos por primera vez a Roy Batty hablar de las cosas que él vió y nosotros nunca creeríamos. Bueno... quizás no a tanta.

Boadella o la verdad de los bufones

Albert Boadella, esa síntesis del cachondo de Albert y el preocupado Boadella, ha hecho como los gays alemanes, que cogieron el apelativo despectivo "schwule" y lo tornaron en su grito de orgullo.
Boadella fue tildado de bufón en su tierra natal, y se convirtió en el bufon ilustrado que, tras escapar de Consejos de guerra franquistas, imputaciones en el país de la liberté y el rechazo de sus paisanos, fundó un partido político y se vino para Madrid. Lo cierto es que Boadella no hace distingos. Nunca los hizo. Simplemente carga contra quien en un momento dado le fastidia, que es aquel grupo, nacion o colectivo cuya estulticia llega al punto de hacerse peligrosa. El otro día, sin ir mas lejos, cargó en los Teatros del Canal contra el Arte contemporaneo (y sus coleccionistas) con tantos topicazos que, francamente, me molestó hasta a mi, y mucho. Pero así es él. Y esas cargas a veces son más molestas que las policiales, porque son cargas de inteligencia, cargas de profundidad lastradas con el peso de la verdad, y esas hacen un daño a los imbéciles que perdura en el tiempo, y no se cura facilmente. Boadella, a lo largo de su vida, ha demostrado ser, como mi amigo Juan Antonio, lo que yo llamo equijodiente, cualidad ésta que solo adorna a un puñado de personas excepcionalmente inteligentes y equidistantes de cualquier extremo -o sea, irremediablente en el centro- y les impele a decir la verdad, sin pararse a ponderar las consecuencias. Una suerte de irresponsable, ilustrado y especialmente peligroso síndrome de Tourette, porque teniendo cura, nunca se curará. Y demos gracias por tal naturaleza crónica, porque este país necesita más que nunca de niños que, amparados por la verdadera libertad de expresion (y no la concepcion moderna, que la limita a poder expresar solo lo que coincide con lo que yo pienso), clame a voz en grito que el emperador está desnudo. Porque lo está. Y más que nunca.