Resulta tristemente curioso observar cómo al ecuánime siempre le rechazan todos los bandos polarizados. La falta de voluntad de posicionarse en uno de los polos de todo conflicto, latente o activo, situa a quien desea la libertad necesaria para criticar cualquier mal en la más incómoda de las posiciones. La de apestado por todos los bandos y, por ello, desprotegido y sometido a las agresiones de ambos; a quienes conviene dar ejemplo con quien, intentando mantener la cordura, pudiera erigirse, él mismo, en ejemplo de que para vivir y convivir no hace falta elegir otro bando que el de la paz y la razón.
Releo el prólogo que Chaves Nogales hace a su obra A sangre y fuego, y encuentro la prevalencia de la cordura de quien, por ecuánime, hubo de huir de su país. Mandado fusilar por los sublevados y considerado fusilable por la república, Chaves no huyó a Monrouge en 1937 porque anticipara la victoria de los golpistas, sino porque sabía que unos y otros no le perdonarían nunca el no haber optado por el que fuese de los dos únicos pensamientos únicos. Porque sí puede haber diversos pensamientos únicos en un mismo territorio, siempre que se juren el exterminio mutuo.
Ese exterminio que, mientras llega, o bien mata la cordura o de otro modo la obliga a exiliarse y presenciar cómo sus seres amados, cada uno ya con una etiqueta fácilmente distinguible, se odian sin saber realmente por qué razón.
La ecuanimidad no es tibieza, sino valentía, porque desprotege frente a todos los bandos, colgando al ecuánime el peor de los carteles en un conflicto: el de blanco fácil, por no alineado.