Estamos en cierto modo enganchados a una cierta infelicidad, y de ella solo nos desembaraza un subconsciente sano que, consciente de la inminente autodestrucción asistida, activa el modo supervivencia.
Porque más vale convivir en paz -aunque sea solos- con nuestros propios silencios que caer, intentando infructuosamente llenar los silencios de otros que solo pueden vivir en un ruido continuo y urgente diseñado, precisamente, para no afrontar los ecos de sus propios silencios.
Y por mucho que lo intentemos, por mucho amor que sangremos, no contagiamos serenidad. Es el estruendo del otro el que, antes o despues, se mete en nuestra sangre.
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