martes, 11 de diciembre de 2007

Paradojas. La paradoja del barbero

En un lejano poblado de un antiguo emirato había un barbero llamado As-Samet diestro en afeitar cabezas y barbas, maestro en escamondar pies y en poner sanguijuelas. Un día el emir se dio cuenta de la falta de barberos en el emirato, y ordenó que los barberos sólo afeitaran a aquellas personas que no pudieran hacerlo por sí mismas. Cierto día el emir llamó a As-Samet para que lo afeitara y él le contó sus angustias:

-- En mi pueblo soy el único barbero. Si me afeito, entonces puedo afeitarme por mí mismo, por lo tanto no debería de afeitarme el barbero de mi pueblo ¡que soy yo! Pero si por el contrario, no me afeito, entonces algún barbero me debe afeitar ¡pero yo soy el único barbero de allí!
El emir pensó que sus pensamientos eran tan profundos, que lo premió con la mano de la más virtuosa de sus hijas. Así, el barbero As-Samet vivió por siempre felíz.

1 comentario:

Quim dijo...

Hablando de paradojas, a ver qué te parece ésta:

Había un abogado de empresa que un día recibió de su jefe el encargo de resolver un entuerto contractual. Una vez realizado el análisis del asunto y sugeridas formas de proceder alternativas, cada una de ellas con un grado de riesgo determinado en función de la cuádruple variable normativa vigente/jurisprudencia/aspectos procesales/costes económicos, el jefe se decantó por una de ellas.

Recibido su mandato, el abogado de empresa implementó la alternativa elegida. A medida que se sucedían las diferentes fases del desarrollo de la estrategia seleccionada se iba consolidando el acierto de la misma, con la resolución exitosa del entuerto cada vez más cercano. Sin embargo, el jefe del abogado no estaba satisfecho con el devenir de los acontecimientos, en la medida que se estaba poniendo en evidencia la pésima gestión que había realizado del contrato en cuestión antes de recurrir al asesor legal. Ante el temor de que su incompetencia pasada pudiera acabar viéndose completamente expuesta a la luz pública, el superior exigió a su subordinado que cambiara sobrevenidamente de estrategia, adoptando otra completamente novedosa y basada en la siguiente premisa única: acaba el litigio, cuanto antes y al precio que haga falta para que los errores del pasado queden definitivamente enterrados. La exigencia vino acompañada de una advertencia: tu puesto de trabajo está en estos momentos en entredicho, y cada día que tardes en completar mis nuevas órdenes aumenta el riesgo de que seas despedido.

El abogado se debía por supuesto a su empresa, no a su jefe inmediato, con lo que estaba obligado a subordinar la pretensión espuria de éste al interés superior de aquélla. Por otra parte, la nuevas órdenes procedían de su jefe, la persona autorizada por la empresa para decidir en qué momento prescindir de sus servicios, algo que, en caso de producirse, también impediría al abogado cumplir con sus obligaciones respecto a su empleador.

Ya veremos como acaba la historia. De momento, el abogado de empresa aguanta el tirón.