miércoles, 18 de marzo de 2009
Lo que dejamos pasar
Hay mujeres a las que se ama fugazmente, más o menos tiempo, y después se acaba: con más o menos ira, con más o menos silencio, con más o menos memoria, pero siempre se termina. Y hay mujeres a las que se quiere toda una vida: sin sobresaltos, sin grandes pasiones ni grandes peleas seguidas de reconciliaciones que hagan vibrar los cimientos. Simplemente se las quiere, y ese cariño dura siempre. Son mujeres fuertes, dulces, que sonríen, que lloran, que se enfadan, que pueden con todo y, conscientes de su fortaleza, se apoyan en tí no obstante, por pura nostalgia de cariño. Mujeres que, muy de vez en cuando, se cansan de poder con todo y caen en la depresión, pero siempre se reponen. Mujeres que, muy de vez en cuando, se abren a quien saben -o piensan- que no les puede hacer daño y abren un corazón tan lleno, tan vital y a veces tan cansado que te planteas cómo se puede guardar tanta vida en tan poco espacio. Mujeres guerreras que descienden a los infiernos cuando deben y toman las riendas cuando quieren. Matronas del norte capaces de todo, templarias que el mismo Alejandro Magno nombraría generales de sus ejércitos. Y con una capacidad de sonreír que rompe cualquier barrera, y te hace preguntar si no estás desperdiciando una oportunidad única de tener alguien a tu lado a quien admiras mil veces más que a nadie. Y eso pasa, pero te das cuenta cuando no puedes retomar las riendas, asaltar el tren o colarte en su vida de rondón, por el hueco más pequeño que encuentres, y ocupar el lugar que pudiste haber ocupado en su día, pero que ahora está ocupado por otro. Hubo alguien así y que siempre ha estado en mi vida. Y estuvo en mis cumpleaños de peque, y paseó conmigo por la playa de Barcelona el año de la escuela judicial, y quedó embarazada de alguien excepcional a su altura. Y tuvo a su hijo. Y cuando la vi en el hospital, con esa cosita en brazos, pensé. Y pocas veces pensé tanto, tan intenso, en tan poco tiempo. Y dolió. Y nunca tuve la sensación de haber dejado ir algo como la tuve ese día. Y me sentí sólo, echando de menos lo que ya nunca podría tener. Y nunca me he sentido viejo, ni pasado, ni tardío, ni caduco. Salvo ese día. Siempre miro hacia delante, seguro de que el mañana es todavía mejor que el hoy, pero cuando me acuerdo de la foto que tomé y no puedo volver a mirar, me pregunto si ya no es tarde, si no habré dejado pasar lo que no volverá a pasar. A veces me pregunto.
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