Seguimos siendo los mismos niños que, por miedo a ser los próximos en ser humillados, nos unimos, serviles, a las voces de los abusones, y no dejamos de meternos con el débil de la clase, el tonto de la clase, el especial.
A raiz de una conversación con Miguel en el pasillo, he recordado uno de los personajes tan personales que deambulan por mi vecindario: no son los hermanos heavies. Tampoco, el chico del baseball, el ancianito que publicita el restaurante donde se come tan bien o el señor de los perros. Este es un chico tímido y triste que intenta ser mujer. Este chico claramente no es uno de esos transexuales de éxito, operaciones carísimas y modelazos. Este chico que viste de mujer ni siquiera sabe maquillarse bien; se viste torpemente, a trompicones, y nunca le sale, ni la raya del ojo, ni el conjuntado de los colores chillones que me lleva. Pero lo que sí le sale bien -y creo que mejor que a nadie que yo haya visto- es la mirada más triste y asustadiza que he visto nunca: la mirada precavida, fugaz y elusiva de quien, acostumbrado a que se metan con él todos los días -cada minuto, cada segundo-, sabe de seguro que le va a volver a caer la hostia, la burla, el sarcasmo... y solo desconoce el segundo concreto del minuto que, en ese preciso momento, está intentando sobrellevar.
No nos reímos de los transexuales de éxito, de los gigolos que reciben en el apartamento de Torrepicasso ni de los gilipollas que, no tan gilipollas, se forran dando sus doctas opiniones en La Noria o tuiteando sus reconciliaciones. Solo nos reímos de quien pensamos que podemos: de los débiles que no se van a revelar, de los hundidos que apenas pueden sacar la cabeza del agua para seguir respirando. De las pobres prostitutas que, en pleno pozo de la droga, venden sus machacados cuerpos (lo que queda de ellos) para sacar los 10 euros del próximo pico. De los que intentan cantar o hacer lo que piensan que mehjor saben para que les demos los 20 centimos de mierda de la vuelta del metro. Del señor de 70 años que, intentando tirar, se maquilla de payaso y se convierte en el verdader Pagliacci, que hace llorar con su vejez, su tristeza y su boca pintada de rojo desesperación.
Qué valientes somos, qué machos somos, qué hombres... Cuando, al final, lo que estamos es recordando cuando se metían con nosotros en el recreo, tantos años ha, y volvemos, una vez más y como si no hubieran pasado ya 40 años, a intentar desviar la atención de los que nos rodean, para que no nos miren con un mínimo de atención y, al fin, se den cuenta de que los verdaderos objetos de ridículo no debiera ser el mimo, el chico que intenta cambiar o el gangoso, sino nosotros.
Al final, en algún sitio, serán ellos quienes rían los últimos. Pero mientras eso llega, que Dios ampare al próximo hijo de puta que, delante de mí, se ría de mi chico que quiere cambiar -quizás volar a otro sitio mejor, donde, ya, no se rían de él-, y no le dejan.
miércoles, 18 de enero de 2012
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4 comentarios:
Parece que al final te vas a tener que convertir en una ONG o fundar una propia ...
Que comentario más idiota: keep it to yourself.
Tu si que eres idiota, pringadet
We love u Luigi. María de la Américas. Gracias en nombre de todos ellos y ellas
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