viernes, 13 de julio de 2012

Ainadamar en el Teatro Real

Desde que tuve el horror de presenciar el pajarito de 2 metros de "la página en blanco" y mentar a la madre de Mortier, me he ido paulatinamente reconciliando con la ópera moderna, y el jueves terminó nuestro parting of the ways tras disfrutar como un enano del Ainadamar de Golijov y Hwang. Una obra de duración perfecta, que fusiona magistralmente todas las artes escénicas y en que, a similitud de la muerte de Marina Abramovich, un relator/testigo de excepción nos acompaña a lo largo de todo un relato magistralmente hilado, una simbiosis perfecta de ópera, drama, danza, saeta eterna, apariciones fugaces, fantasmas omnipresentes, pasados y presentes aunados y recursos que son sencillos en costes, pero impresionantes en resultados, y que nos recuerdan que las crisis, al menos, fomentan y reavivan los ingenios castrados por las vacas gordas. Puntos álgidos:

La perfecta armonía entre música y viaje de la Andalucía Flamenca a la Habana del son, en que la progresiva evolución de la música nos lleva de la mano de uno a otro lado del mundo: sutil, mantenida, en un crescendo que integra, que une: que ama.

El trémolo verso narrado de una Nuria Espert que, temblorosa, nos demuestra que el teatro se puede llevar dentro, y cuando la edad ataca al cuerpo, el espíritu defiende el alma.

La genial selección de géneros musicales, desde el son a la saeta, sin olvidar nunca -ni permitir al crítico- que nos encontramos ante una ópera.

La sobriedad expresada en unas ideas gigantes, como la de las ejecuciones.

Único pero, por decir algo: sobraron más de 10 minutos de la partida final de la Xirgu: no pasa nada porque una obra contemporánea dure una hora y media en lugar de seis, de verdad, y no se corre el riesgo de que, como con el Nesquick apurado hasta el final, los grumillos y granos de azucar del fondo dejen un regusto dulzarrón tras un vaso óptimo.

Buen fin de una temporada mejor que la pasada y, esperemos, peor que la futura

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