lunes, 24 de noviembre de 2014

La cúpula de la rosa de sangre

La rosa nunca supo lo que era. Solo era consciente, desde su razón sin razón, de que la gente la miraba, sonreía y seguía los silenciosos acordes de un ritmo y una belleza que ella misma nunca sería capaz de oler. No podía oler, pero sí podía moverse al ritmo del suave viento que la acunaba, con la esperanza de llevar su mensaje y su semilla aquellos lugares donde no existía la belleza con que ella nació.

La rosa nunca tuvo un espejo, y la carencia de sistema nervioso la impedía comprender todo lo que ella, sin querer, provocaba. Solo sabía que aquellos órganos por los que los animales de dos patas comían se arqueaban, enseñando las perlas con las que desgarraban el alimento. Solo que en aquellos momentos, esas perlas no servían para destrozar, sino para crear una belleza que, pareja con la rosa misma, se hacía una para ser esparcida al viento, haciéndose herramienta de felicidad o, cuando menos, de coyuntural solaz. De esas que alivian las vidas o, al menos, llegan a hacer repensar el acabar con ellas.

La rosa vivía ajena a todo ello. Pensaba que había existido siempre, en ese solar abandonado que antes fue un salón de baile y ahora, por mor de la crisis que asolaba toda la Francia decimonónica, se había convertido en un vertedero aislado.

Un día, el mismo viento que llevaba su ignorado mensaje le quiso hacer un regalo, e hizo que una de las rosas artificiales que antes habían adornado las guirnaldas de aquel sitio de celebraciones cayera a su lado. Y la rosa vio a un igual, y se enamoró.

Nuestra rosa intentó comunicarse con aquel remedo de vida que la voluntariosa brisa le había hecho llegar; hacerle reaccionar, incluso tocando los artificiales pétalos con los suyos cada vez que el viento arreciaba, pero la rosa de plástico no respondía. Nunca respondió. Tampoco se elevaba con la lluvia que a ella le hacía tanto bien, ni hacía que la gente sonriera, com sonreían con ella. Por lo que la rosa que era pensó que su amor había muerto también, y se dejó morir.

Pero la belleza solo muere cuando deja de ser. Y solo deja de ser cuando es sustituida por vacío, o por maldad.

La muerte no acaba con ninguna belleza.

Por eso la rosa, aunque murió, no dejó de ser bella. Cuando se secó, su rojo intenso fue transmutándose hasta convertirse en un negro rojizo que cambiaba de color con cada hora, con cada caprichoso movimiento del sol, con cada baile de nubes, con cada reflejo del rocío que desmmadejaba la luz en mil tonos de arcoiris. Y sus colores eran tan intensos que un día un arquitecto enamorado se postró ante la rosa, cogió el único pétalo que de ella había caído al suelo -la única lágrima que ésta vertió al morir- y sintetizó una pequeñísima cantidad de un rojo que, décadas después, regalaría a un prometedor pintor malagueño, con el juramento de que éste solo lo usaría para un cuadro que perviviría en la historia del mundo. Cuadro que fue pintado, sin saberlo su autor, inspirado por el olor de la belleza de esa rosa que, ya eterna, quedaría por siempre en una pequeña catacumba, justo debajo del corazón de uno de los monumentos más conocidos del mundo.

La gran torre de metal fue erigida por Gustave Eiffel con el solo fin de proteger la rosa y, a la vez, hacer que su olor llegara a las nubes como un gran amplificador que, punzando el cielo, hiciera que Dios sonriese sobre todas las almas que postreiormente caerían en todas las guerras.

El único ejemplo de ese rojo único fue el que utilizaría Picasso mucho después para hacer la mancha de sangre del soldado caído de su Guernica. Solo que esa mancha desapareció. Pero su belleza e intensidad no han desaparecido: ni de la memoria de los pocos hombres que llegaron a verla, ni del corazón del mundo.

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