Esto de la sesión doble de las noches dominicales chez Jota va camino de convertirse en un agradable ritual, si no fuera por la salvedad de que los rituales debieran calmar (ocurrió ciertamente con Truman), mientras que las sensaciones con las que a veces salgo del refugio de Aligustre son todo menos plácidas. Esto ocurrió en la última sesión en que, si bien I Origins, de Mike Cahill, resultó ser una placentera sorpresa en forma de bella reflexión sobre la ocasional naturaleza inevitable de la trascendencia, el Club de Pablo Larraín resultó ser más inquietante de lo que me habían comentado personas cuyo juicio respeto. No digo transgresora, porque en estos tiempos de burradas lo único transgresor es lo normal. No digo valiente, porque ahora cualquiera hace (más bien perpetra) 100 minutos sobre lo malos que son los curas. El Club es el ejemplo de la relación inversamente proporcional entre inspiración y dinero. Larraín, con cuatro viejos, una guardesa brutal (digo brutal por los distintos papeles que logra hacer a lo largo de la cinta, un alma rota, un inquisidor que no lo es tanto y tres perros das una lección de buen hacer sin caer en la trampa fácil de la provocación pseudo-obscena. Y eso que se ve (y se escucha) material que en manos de otro habría sido torcido hasta límites insospechados. Pero con Larraín vemos a ancianos con Alzheimer siendo cambiados de pañales, gente rota en su infancia, seres que nunca reconocerán sus errores, personas de moral cambiante a menudo en segundos... y todo hilvanado con una sencillez que resulta en una película completa, en que la sordidez, si no bella, da que pensar en blancos, negros y, sobre todo, tonos de gris y el lugar donde se halla el verdadero perdón.
Ole.
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