sábado, 15 de octubre de 2016

Iman, de Ramon J. Sender



Imán no se lee: se traga a frases, con la esperanza de que el estómago pueda triturarlo y la mente, digerirlo. Una sucesión de impresiones que se amasijan y solapan a trompicones, una sobre otra, abundando a la catástrofe que relata. Un blocao literario que huele a casquería, sudor y un sueño que desdibuja la realidad para crear zombies que solo ven el paso siguiente.

La nostalgia suicida, la resignación y la rebeldía de Viance es la de todos los españoles, de esa y de esta época, aceptando la corrupción como algo endémico y yendo a los mataderos (de la carne y del espíritu) con el alma drogada por el Insh'allá que heredamos de los antecesores de la Alhambra, y ese sentimiento de culpa tan judeocristiano, tan desgraciadamente nuestro. 

La viva pulsión entre superviencia y asco.
San Juan de las Minas,
la calavera de la esposa,
lo que se salva no es ya uno mismo,
vivimos sobre la paz de los muertos,
las gaviotas, palomas mal dibujadas por un colegial
La inoportuna compasión
La hiperita en nuestras trincheras
Urbiés es Drius y Bícar, Annual. Y todos están anegados: de agua, mineral o lodo.



Viance, de la segunda del tercero y del 42, somos todos y, como Viance, sorteamos las balas hasta que llega la que lleva nuestro nombre. Basta ser imán de esa sóla. Y de esa, lo somos todos. Nos llegue en la guerra de un tiro limpio, o donde creímos que nos esperaría nuestro hogar.  Allí donde logramos volver para encontrar que, mientras luchábamos por nada, lo han cubierto con un pantano hecho de lágrimas, y una cupletera canta, con nuestra medalla prendida.

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