Siempre me fascinaron los autómatas clásicos. Los primeros en crearse, con sus movimientos torpes y forzados, como si siempre fuera la primera vez que se mueven, y hubieran de mover todo el mundo con ellos. Como si se quisieran despojar de una vida hereje por artificiosa y, como perros mojados, pudieran desembarazarse de ella simplemente por el hecho de ejercitarla paroxística e ininterrumpidamente.
Estos días está exhibiendo Gilbert Peyre en el parisino Halle Saint Pierre, y ver sus obras me devolvió a aquello que, tangencial al arte, es oscura, tenebrosa y culpabilísticamente atractivo hasta el punto de configurar una suerte de metabelleza, de metacoleccionismo decadente, del cual cada vez me siento más enganchado. Es el paso siguiente de toda evolución, el coqueteo con las ideas de corrección y mesura, el juego con ese plus ultra que se adivina en las pinturas negras de Goya, las fotografías de Nebreda (o de Joel Witkin, por abundar), las novelas gráficas de Ernst o ciertas cajas de mi adorado Joseph Cornell. Es el intento de meternos en la obra -no la barata transgresión-, lo que subyace en las grandes obras de despecho de los genios. Ese afán de agarrarnos del cuello y forzarnos a ser parte de la obra. El usar nuestro horror atávico como un pigmento más a incorporar en el lienzo.
El problema es cuando la obra conecta demasiado con el espectador. Cuando el tedio, el hartazgo o el decadentismo de sendos creador y receptor conectan a nivel sináptico, cuando se entabla el diálogo arrebatador (en el sentido más Zulueta).... Cuando comienza a nacer la adicción a buscar la obra (normalmente de madurez) donde el artista dió el paso siguiente, consciente, a su propio inconsciente. Allí conviven a menudo imágenes de la niñez procesadas por uno u otro sentimiento de culpabilidad (judeocristiano, homófobo por homófilo... Cfr. Herr Jung e.a.) con experiencias primeras frustradas, ídolos desencantadores y la percepción de que eso de la muerte al final va a ser cierto, tomando las riendas del genio y vomitando productos absolutamente telepáticos por conectados directamente con el atavismo más puro del testigo que, sorprendido, no puede dejar de mirar una obra aparentemente sencilla, turbadora o, simplemente, horrible.
Y así, de Doisneau se acaba en Nebreda pasando por Witkin. De Fidias se acaba en Peyre pasando por las pesadillas de Rodin, o de Jean Dubuffet se termina en David Altmejd pasando por Louise Nevelson.
¿Qué nos lleva a sentirnos atraídos por aquellos procesos en que los grandes creadores traspasan umbrales indescritos? ¿Cómo es posible que seamos capaces de discriminar las trascendencias de los genios de las mentiras que los mediocres cubren con el manto de la transgresión? En suma, ¿qué nos hace distinguir cuándo el emperador no lleva un traje nuevo y cuando el traje es tan innovador que se escapa al nervio óptico, y por ello solo adivinamos la sombra borrosa de algo cuya grandeza nuestro cerebro no cesa de gritarnos?
En la capacidad de identificar esa diferencia está el genio de quien mira.