lunes, 27 de febrero de 2017

De autómatas, assemblages y superaciones


Siempre me fascinaron los autómatas clásicos. Los primeros en crearse, con sus movimientos torpes y forzados, como si siempre fuera la primera vez que se mueven, y hubieran de mover todo el mundo con ellos. Como si se quisieran despojar de una vida hereje por artificiosa y, como perros mojados, pudieran desembarazarse de ella simplemente por el hecho de ejercitarla paroxística e ininterrumpidamente. 

Estos días está exhibiendo Gilbert Peyre en el parisino Halle Saint Pierre, y ver sus obras me devolvió a aquello que, tangencial al arte, es oscura, tenebrosa y culpabilísticamente atractivo hasta el punto de configurar una suerte de metabelleza, de metacoleccionismo decadente, del cual cada vez me siento más enganchado. Es el paso siguiente de toda evolución, el coqueteo con las ideas de corrección y mesura, el juego con ese plus ultra que se adivina en las pinturas negras de Goya, las fotografías de Nebreda (o de Joel Witkin, por abundar), las novelas gráficas de Ernst o ciertas cajas de mi adorado Joseph Cornell. Es el intento de meternos en la obra -no la barata transgresión-, lo que subyace en las grandes obras de despecho de los genios. Ese afán de agarrarnos del cuello y forzarnos a ser parte de la obra. El usar nuestro horror atávico como un pigmento más a incorporar en el lienzo.

El problema es cuando la obra conecta demasiado con el espectador. Cuando el tedio, el hartazgo o el decadentismo de sendos creador y receptor conectan a nivel sináptico, cuando se entabla el diálogo arrebatador (en el sentido más Zulueta)....  Cuando comienza a nacer la adicción a buscar la obra (normalmente de madurez) donde el artista dió el paso siguiente, consciente, a su propio inconsciente. Allí conviven a menudo imágenes de la niñez procesadas por uno u otro sentimiento de culpabilidad (judeocristiano, homófobo por homófilo... Cfr. Herr Jung e.a.) con experiencias primeras frustradas, ídolos desencantadores y la percepción de que eso de la muerte al final va a ser cierto, tomando las riendas del genio y vomitando productos absolutamente telepáticos por conectados directamente con el atavismo más puro del testigo que, sorprendido, no puede dejar de mirar una obra aparentemente sencilla, turbadora o, simplemente, horrible.
Y así, de Doisneau se acaba en Nebreda pasando por Witkin. De Fidias se acaba en Peyre pasando por las pesadillas de Rodin, o de Jean Dubuffet se termina en David Altmejd pasando por Louise Nevelson.

¿Qué nos lleva a sentirnos atraídos por aquellos procesos en que los grandes creadores traspasan umbrales indescritos? ¿Cómo es posible que seamos capaces de discriminar las trascendencias de los genios de las mentiras que los mediocres cubren con el manto de la transgresión? En suma, ¿qué nos hace distinguir cuándo el emperador no lleva un traje nuevo y cuando el traje es tan innovador que se escapa al nervio óptico, y por ello solo adivinamos la sombra borrosa de algo cuya grandeza nuestro cerebro no cesa de gritarnos?

En la capacidad de identificar esa diferencia está el genio de quien mira.

lunes, 20 de febrero de 2017

Arrebato, de Ivan Zulueta



Arrebato trata de la relacion de un demente con su obra, canalizadora de sus filias, fobias, sueños y, especialmente, pesadillas.

La percepción -y comprensión- de la belleza puede ser múltiple, igual que lo son sus formas de disfrute. Pero bellezas hay pocas. Lo demas podrá ser otra cosa, perfectamente ejecutada, pero no bello. Las bellezas del cine son tres: la historia que cuenta (y cómo la cuenta); el modo de recoger la imagen-secuencia, y la fuerza de sus actores. Punto. Y la presencia e interaccion entre las tres determina la entidad de la obra concreta. Una de las intelecciones de Arrebato (mi inteleccion) es la que lo califica de metafora de la autodestruccion a que lleva toda obsesion. ¿Son los personajes fulminados por la cámara, que es toda cámara? ¿O es el círculo vicioso del creador que se coloca forzadamente en otro estadio de conciencia para avanzar en su creacion, al precio de lis estragos que esa violencia física produce en su cuerpo?

La pausa como umbral de acceso al estadio creativo del subconsciente liberado sin paliativos.
El arrebato como trance místico.
La curiosidad que lleva al peligro.
El espejo profundo de uno mismo
El sueño de la sinrazon que solo produce más sinrazon.
La banda de Moebius alteración forzada del estado mental-creación irracional- consecuencias físicas

jueves, 2 de febrero de 2017

El cartógrafo, con Blanca Portillo y Jose Luis García-Pérez



Hacía mucho que no presenciaba teatro, entendido como aquel fenómeno en que un puñado de personas (cuanto menos mejor, lo perfecto es una o dos) agarran al público de la mano, el estómago y/o el corazon y le fuerzan a descender con ellos al escenario, para pasar de espectadores a testigos mudos pero sensibles de unos acontecimientos desgarradores que se van desplegando ante ellos directamente emanados de esos pocos actores, sin la mediatizadora influencia de escenas opulentas, escenarios churriguerescos o efectos mendaces.

Ayer vi teatro. Puro, desnudo, desgarrador, íntimo.

Ayer, dos gigantes desplegaron ante mí un drama en que una niña pierde su infancia, pero no su capacidad de amor, y un adulto reencuentra el sentido vital recuperando a su hija muerta en otra, perdida tambien hace décadas, pero más viva que nunca.

Ayer, Blanca y Jose Luis demostraron que lo unico dificil es lo sobrio porque, sin artificios, solo queda la verdad. Y la verdad exige mucha profesionalidad, de esa que ya no se encuentra. Grandeza, quizás. Y en mas de 2 horas extenuantes, física y emocionalmente, estos dos monstruos, con solo unas sillas, tres trastos y una tiza, cartografiaron no solo el escenario y nuestras almas, sino todo el mundo del teatro. Fueron narradores, cuentacuentos, decenas de personas distintas en nanosegundos de distancia, y nos demostraron que el buen teatro es la capacidad de transportar al público al alma de lo representado. Dos horas de intensidad merced al esfuerzo genuino e ininterrumpido de dos profesionales que demostraron que amaban el teatro y lo afrontaron desnudos, sin artificios. 

Dos voces, dos cuerpos, muchas almas.

Véanla. El único problema es que después, poco estará a la altura


Luis