Los amantes de la joya de Visconti se dividen entre quienes consideran que sobra media hora del baile último, y los que afirman que tan extenso retrato es necesario para lo que Visconti pretendía con el Gatopardo. Yo soy de estos últimos y me explico, rogando ya de antemano, cual postrero narrador chespiriano, la indulgencia del público que lea esta reflexión.
Visconti, demasiado liberal para la aristocracia de donde provenía y demasiado tradicional para los liberales. Enamorado de Alain Delon -cosa que parece no gustó a Burt Lancaster, también prendado del joven sobrino Alfonso- y testigo de cambios esenciales en su Italia quiso transmitir la esencia Lampedusiana, ese todo cambia para no cambiar, en el escenario histórico de sucesión de clases dirigentes propiciado por los tiempos de Garibaldi y subsiguientes elecciones de 1860. Un tiempo en que los centenares de príncipes producidos por la otrora pluralidad de estados itálicos se agarraban a sus privilegios, costumbres y arrogancia como freno a los nuevos ricos burgueses que supieron aprovechar las crisis y las oportunidades. Y se agarraban con manos delgadas de hambriento digno, afectado por la endogamia y manchado del polvo de la decadencia, el polvo de los caminos sin asfaltar y de las habitaciones condenadas de los antiguos palacios.
Polvo, arrogancia y endogamia habitan cada minuto del Gatopardo, y solo la prevision del anciano -45 años, Dios nos valga- Príncipe Fabrizio de Salina pone postrero remedio a la decadencia de su familia, que no es sino la decadencia de la clase aristocrática de esa neonata Italia unida y tricolor. Por eso impide que su hija se case con su primo para unir a éste con la lozana hija del rico burgués de la región (a quienes allana el camino a la política) y poder sl fin apartarse de un mundo que sabe moribundo, el mundo del último baile.
Un baile de militares fantoches, decrépitas ancianas empolvadas hasta el ridículo como Baby Jane (otro polvo distinto al de los caminos, pero polvo al fin); petimetres, doncellas solteras jugando tontamente entre ellas esperando quien llene sus carnets de baile. Jarrones de cerámica llenos de heces y orines justo detras del salon de baile, comida atragantada por si al día siguiente no se come; jóvenes parejas apurando la llegada del amanecer y, entre ellos, nuevos ricos, por fin invitados, que sienten que han llegado a su cima (como el empresario del salón de música de Jazalgar).
De tal modo Visconti no solo denuncia a la vetusta aristocracia dominante, beata, endogámica y rodeada de fanfarrones de pomponsos uniformes, sino que tambien cuela en la narración un dardo mortal a la nueva clase pujante, con un mensaje demoledor: habeis derrocado a los nobles para ocupar su puesto, y lo que verdaderamente ansiabais al final era ser ellos, para poder despreciar como a vosotros se os despreció.
El baile del fin, el último baile de una época que agoniza. El Zenit donde pasado y futuro se encuentran y, efectivamente, nada cambia.
Tras lo cual, solo cabe el exeunt omnes. Pero solo se marcha quien supo ver que su era había terminado.