Las viejas parejas se mueren. Cada día que pasa van quedando más poquitas y, algún día, ya no quedará ninguna. Y ese día olvidaremos lo que es el amor constante, el amor paciente, el amor que se apoya, se ayuda y se toma de la mano hasta el fin. Quizás nunca haya habido sexo salvaje, ni posturas del Kamasutra, ni gemidos de esos que, soberbios, pugnan por demostrar la calidad de un acto que, hace ya tiempo, dejó de ser de amor. Pero sí hubo confianza, tranquilidad, amor del que se mira a los ojos, y aquello que te empuja a trabajar día a día con la conciencia de que, al caer la tarde, volverás a tu casa, donde encontrarás la felicidad que deseas.
El sábado murió la Lola. Y murió porque, meses atrás, había decido que ya no valía la pena vivir. La mujer es un ser tan fuerte que decide cómo da a luz, a quién quiere a su lado y, sobre todo, cuándo comenzar a morir. En el caso de las parejas de antes (las de verdad, obviamente), ellas comienzan a morir tras enterrar a su marido porque, simplemente, la vida ha dejado de tener su sentido. Para ellas nunca existirán las viejotecas, ni el ansia por vivir lo que se ve en la tele, ni otra vida que no sea la que siempre vivieron, en paz, al lado de sus maridos. Y por eso, una vez comprueban que el ritual del último adios a sus compañeros de toda la vida se ha llevado a cabo con la dignidad y el amor que merecieron, deciden que, para ellas, ha comenzado la cuenta atrás. Hace mucho que no veo amores así. Tampoco se si yo los merezco, o si tengo lo que hay que tener para quererlos. Porque los amores así duran toda una vida. Y como no están sujetos a término resolutorio, se toman las cosas con la tranquila paz de quien contempla un proyecto vital común. Y esa conciencia de la eternidad llama, a su vez, a la paciencia, y a la constancia, y al amor que, como una gran manta -de esas de pueblo de siempre- se despliega para ir cayendo, poquito a poquito, en su lógico, perfecto y eterno sitio.
Hemos perdido la confianza en que exista alguien con quien estar para siempre. Hemos desarrollado la conciencia de la duda, del miedo a que se vaya con otro -tan parejo a la falta de autoestima-, del temor a perder nuestro piso y la mitad de nuestro sueldo, y que se lo coman ella -o él- y su nuevo acompañante con quien, probablemente, lo esté haciendo ahora mismito en la cama que yo compré con mi dinero, mientras que mis hijos, confusos, intentan dormir pared con pared. No se cuántos divorcios habré visto. No se cuántos detectives, sexólogos, peritos, psicólogos, médicos... habrán intentado hacer valer impotencias, depravaciones, patologías o incompetencias. Y, sobre todo, no se cómo hemos podido llegar a hoy. Y no se a qué llegaremos cuando todas esas parejas que, como Lola, dieron ejemplo, ya no estén. Por eso, intentaré recordar cuando vuelva a dudar, y soñaré con que ese tipo de amores no ha desaparecido, sino que, como los seres de leyenda, simplemente se ha escondido en el corazón de la tierra para volver y salvarnos cuando ya nadie más nos pueda salvar.
Descansa, Lola: te lo has ganado.
martes, 13 de octubre de 2009
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1 comentario:
Luis esto fué lo primero que leí de tu blog y como ya sabes desde entonces estoy enganchada a él.............Tu relato es tan cierto y tan duro a la vez........Todos queremos encontrar a la persona con la que compartir nuestras vidas.Pero con demasiada frecuencia pensamos que amar es un vestido que cuando pasa de moda lo cambiamos de armario o lo condenamos al ostracismo.No estamos dispuesto a sacrificar nuestra profesión,nuestros planes, nuestro tiempo,nuestro ORGULLO....Yo soy de las personas que están en peligro de extinción porque creo que el amor para toda la vida EXISTE...........
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