lunes, 19 de octubre de 2015

El Cigala en Luxemburgo



Diego el Cigala es mucho más que el descendiente de toda una dinastía de artistas del flamenco. Llega más lejos que los cocotales, los alantes y los atrás; su talla supera sus casi 1,90 y los brillos de las decenas de anillos que gusta mostrar en sus apariciones.

Diego el Cigala es una voz que llena cualquier escenario: sin acompañamiento, sin micrófono, sin siquiera luz. A veces creo que al Cigala habría que escucharle en la oscuridad, sin la más mínima luz o sonido que pueda disfrazar lo que sale de ese corpachon de 46 años, tan roto por el dolor de la pérdida de su Amparo -hace hoy exactamente dos meses- como volcado con su arte cada vez que sube a cantar.

El sábado el Cigala derritió el frío otoñal de estos lares, y convirtió la Philarmonie en una de las múltiples plazoletas de ese Rastro donde nació. Es cierto que jugaba en casa -porque fuimos a verle casi todos los españoles de aquí-, pero una voz como la que se escuchó en el auditorio de Kirchberg seguro que traspasó esos muros y se dejó oir por todo este país: porque el domingo, la gente estaba más alegre, más feliz. 

Gracias, Diego, por traerme un trocito del Rastro a esta parte del mundo. No se cómo seria Camarón en vivo, pero lo que oí antes de ayer era puro arte.

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