viernes, 2 de octubre de 2015

La forja de un rebelde, de Arturo Barea



Nada nuevo se puede decir de una trilogía tan gigante como esta. Más allá de la atracción romántica hacia los profesionales de las letras y la imagen que coincidieron en el Madrid sitiado de la guerra civil, la Forja es mucho más:

La descripción del Madrid de principios del XX -de toda la provincia- que hace el Arturo niño, con pensamientos de niño (ese Lavapies donde coincide el orgullo de los que fueron, y ya no son, con el de quienes quieren llegar a ser).

El elenco de personajes, cada uno distinto por fuera y por dentro, ninguno esencialmente malvado más allá de las circunstancias donde han crecido (salvo Franco, Millán Astray y un puñado de anarquistas, a quienes más bien considera locos que malvados), visto desde la generosidad del juicio de un joven soldado.

Los horrores de la Guerra de Marruecos, una guerra mantenida por los corruptos que sacaron partido de los soldados, sus comidas, sus armas y hasta de sus muertes.

Las enfermedades que dejaron a Barea tullido: parte en cuerpo, parte en alma.

El primer matrimonio por rebeldía; el segundo, por pura admiración, y unos hijos que no aparecen más que accidentalmente en la novela.

Los exilios (porque nunca hay uno, sino varios: de Madrid a Valencia, de Valencia a Barcelona, de Barcelona a Paris y Londres...)

Y el hilo conductor de un narrador-escritor que siempre supo lo que quería contar: las miserias y grandezas del ser humano. De cada ser humano, que, por compartidas, nos unen más allá de guerras.

Gracias, señor Barea, por una joya de la literatura universal que no se lee: se vive, y a su lado. Pena de Premio Nobel que sí mereció.

L.

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