En nuestro ansia de justificarlo todo pretendemos crear tendencias que naifmente calificamos de iconoclastas, transgresoras, rupturistas... cuando la verdad es que todo está ya inventado: solo hace falta curiosidad por aprender y un acceso a la red: nada más. En el caso del decadentismo artístico decimononico -que bebe a su vez de las consecuencias de los estertores de Grecia y Roma-, el nombre de Beardsley resuena con voz propia.
Beardsley, que para huir del vacío de la muerte llenó hasta el ultimo milimetro las hojas de su Volpone o el robo del rizo de Pope. Y cuando vio que el vacío seguía ahí, buscó a Dios, en una suerte de redención última, harto parcial, que le llevó a renunciar a los guiños de su Lisístrata (es tut mir Leid, herr König, aber sie sind nicht originell), a sus faunos hermafroditas, a sus personajes más allá de la realidad, y no por ello menos reales.
El Beardsley que en sus cortos 25 años maduró artisticamente: tanto en estilo como en temáticas, pero siempre atado a su enfermedad, que enfatizó su plasmación de deseos y frustraciones en cada uno de sus trabajos, con un manierismo nunca igualado y un simbolismo que nunca precisaría más que tinta.
Hasta dibujantes de comic barrocos, maravillosamente recargados como Barry Windsor Smith o P. Craig Russell, le deben algo: al menos, a ese Sigfrido o a esos cortesanos del poema de Pope. Y quizás, por medio de esos prerrafaelitas que ambos conocieron, el propio Windsor McKay (con permiso de don Javier Coma). Qui lo sa...
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