Ante todo, feliz año, que comienzo sobrio (si bien no sobriamente); sin resaca de naturaleza alguna y aquí en Sevilla, cuna de la luz más clara que haya visto nunca, para verter dos ideillas sobre el coleccionismo de arte, el negocio a que éste ha dado sempiternamente lugar y la situación actual, a fecha de hoy, en España, en mi mas que ignorante visión.
Aserto básico: soy coleccionista. Modesto. De hecho modestísimo, como buen funcionario.
Segundo aserto (éste, inmutable): No soy (ni seré, ni quiero ser) un David Nahmad, la fundación de ningún banco que quiera eludir legalmente impuestos, una Gagosian o aspirante a futuro vendedor bohemio. Solo soy el enésimo friki de aquella belleza que unos pocos privilegiados son capaces de crear y plasmar en soportes tradicionalmente ancestrales, cual son el papel, el lienzo o la tabla a través de pigmentos, tórculos o cámaras de fotografía (sobre todo Leicas enfundadas en fundas viejas de cuero cuarteado).
Siempre me pirró lo bello y su posesión, qué le vamos a hacer. Pero, eso sí, me centro en coleccionar arte de gente a quien quiero, aprecio o, al menos, he admirado por una u otra razón. Los pintores malagueños que tuve el privilegio de conocer; Carlos García-Alix, Sergio Sanz y un puñado de artistas contemporaneos con quienes departo llenan algunas de mis horas. Y si Juan Manuel Bonet no hubiera publicado su magnífico diccionario de vanguardias españolas, todavía -con mucha suerte y mas paciencia-, encontraría alguna obrita menor de algún vanguardista español en el Rastro o en los Encants. Pero como eso se acabó, me dedico a suspirar, pensando que cualquier día encontraré un Picasso o un Goya escondido detrás de un espejo antiguo, ocultado durante la guerra civil por algún burgués de buena familia para evitar los saqueos.
Como eso todavía no ha pasado, disfruto intentando identificar a grandes artistas de este pequeño país, a ojeadores natos que desconocen que lo son, a galeristas si no honrados, al menos justos y aprender todo lo posible de un par de amigos coleccionistas-artistas que para poder comprar obrones sin que ello les cueste el divorcio, me van vendiendo sus obritas, en la eterna evolución del coleccionista friki (gracias, Señores Javiermayte, Gross y Mauro, por tanto saber que me habéis regalado). Y lo que saco de todo esto es, sobre todo, la excusa para departir con gente excepcional, con un culturon del cuatro y de quienes aprendo cada segundo que estoy con ellos. El coleccionismo, al final, se queda en una excusa para hablar de Sandoval con Carlos, del Sida en las cárceles madrileñas ochenteras con Alberto, de Soutine con Paco o de lo Guardias Civiles que Franco le puso a Morcillo, con Mauro.
Si a esto le añadimos que profesionalmente me toca saber de derecho financiero e impugnaciones de prohibiciones de exportación de obras de arte, así como que debo ser de los primeros que me metí en eBay y Todocoleccion cuando todavía era ibazar, unido al hecho de que mis amigos artistas se desahogan en mi hombro y que mi cara de inocente (por no decir otra cosa) atrae a los galeristas más golfos del orbe, me creo legitimado para escribir cuando menos estas lineas.
Dicho lo cual, puedo concluir que coleccionar arte es casi tan difícil y ruinoso como intentar vivir a su costa. Arte es, desgraciadamente, lo que Peggy Guggenheim en su día y los grandes galeristas ahora, digan que lo es. Id est, la bondad del arte es configurada en cada momento por quienes quieren vivir a su costa, que es poner al lobo a vigilar las ovejas. A este núcleo duro hay que añadir ojeadores, comisionistas, agentes, advenedizos, mecenas, herederos, vaciapisos (legales e ilegales), brokers, ex-parejas sentimentales con derecho a pensión compensatoria, hijos que solo valen para pedir la ultima versión del iPhone, familiares buitres, asesores financieros, juristas desaprensivos... toda una pléyade de gente cuyo objeto y fin único es vivir a costa del pobre creador que, empero, nunca fue demasiado bueno con los números y, ademas, cuando le llega una cantidad la funde en dos días, normalmente en actos de generosidad. Y así llegamos al surrealismo último, en que un artista consagrado que reporta decenas de miles de euros a su galerista o mecenas, no tiene para conseguirse un espacio donde trabajar a gusto, irse de vacaciones donde no le molesten o, a veces, comer bien, tomarse una copa o comprarse ropa porque, ademas, el contrato que ha firmado con su galería es tan leonino que no puede siquiera pagar una comida con un dibujo, a riesgo de que se le eche encima medio Colegio de Abogados. Todo esto lo he visto yo.
En suma, no estamos asistiendo a una mercantilización del mercado del arte. Eso ya ocurrió. Cierto es que la crisis hizo mucho daño, pero quizás los activos de inversión que menos se resintieron con la misma fueron las obras de arte, mas revalorizadas que el tradicional patrón oro, y esto nunca lo supieron los propios creadores. Si no, vayan a Suiza, hagan un compromiso de compra bancarizado en cualquier entidad de crédito de las grandes, y verán que lo que mas se guarda en Zurich, Lausana o el próximo "puerto franco" pegado al aeropuerto de Luxemburgo no está hecho de diamantes, sino de lienzo y bastidor.
Estamos asistiendo a la revisión unilateral y global del concepto y parámetros de lo que es arte más vergonzosa de la historia. Espero que coleccionistas, artistas y público en general tengan la moral y las ganas de usar los instrumentos que la globalización, las redes sociales y la técnica ofrecen para poner coto a tamaño atropello. Si no, el arte de verdad, ese que nos hace llorar sin saber bien por qué, morirá por desaparición, tedio o autodestrucción de sus creadores.
Que este sea el año