Este fin de semana ha tocado el tranquilo cultivo de este melonaco que Dios me ha dado por cabeza, y el fertilizante ha sido espectacular, con independencia de sus resultados: Pina, de Wim Wenders, en 3D el sábado -Gema, ve a verlo-, y ayer, la loca Elektra de Strauss, con escenografía del Pompidouzado Anselm Kiefer y un papelón principal increíble, en lo que es la orgía de despecho, odio, sentimientos encontrados y, al final, el vacío de la venganza, más sabiamente combinada que he visto junto a la versión de Titus de la Taymor (sí, hubo vida de la buena antes de "en tierra hostil"). Pero lo que yo quiero enfatizar es la maravilla que vi este sábado en 3D, y que ha hecho que me reconcilie con la danza contemporánea, esa expresión corporal que en muchos casos tiene más de mimo inspirado que de baile, y que me hace posponer toda reflexión sobre la muerte de Steve Jobs, Eduardo III, Kevin Spacey, el pollo del Niemeyer, the bridge, los cadáveres que va dejando Almodovar... y demás, que tendrán que esperar.
Estoy enamorado del Señor Wenders desde que convertí "el cielo sobre Berlín" en una de mis tres películas-fetiche (decisión que ha sobrevivido incluso el destrozo que le perpetraron "city of angels" y el vídeo de U2). Con Buena Vista Social Club disfruté un montón, y estoy esperando que me llegue "hasta el fin del mundo" para volverla a ver desde el cariño de cuasicuarentón con -mínimo- bagaje de experiencias visuales. Todo ello me llevó este sábado a los Ideal con las esperanzas altas y, reconozcámoslo, no sólo no me defraudó, sino que ha superado cualquier expectativa: desde la última vez que ví un espectáculo de Danza contemporánea de la mano del Sr. Duato -imitador burdo de maestros que ha convertido la Compañía Nacional de Danza en su cortijo-, no había vuelto a poner pie en una de estas sesiones hasta ahora, en que he visto un acto múltiple de amor hacia un genio que nos dejó hace pocó más de dos años. Porque "Pina" es un homenaje desde el amor, hecho con amor, por un profesional que se ha dejado aconsejar por aquellos que estuvieron trabajando con ella durante más de 20 años, su Tanztheater de Wüpperthal, un grupo de profesionales de la danza malacostumbrados a cocrear con el mito Bausch, en una suerte de relación de retroalimentación que el tiempo ha agradecido, convirtiendo a la Bausch en un personaje de la talla de la Bernhardt, la Duncan, la Callas, Von Karajan o Glenn Gould; de esos que no solo no muere nunca sino que, como decía una de sus bailarinas, crece cada vez que nos visita en los sueños.
A través de diversas incursiones detrás de los ensayos y representaciones de hitos como sus Café Müller, el Rito de la primavera, Orfeo y Eurídice, Kontakthof o Água, y ayudado de la magia de un 3D magistral -porque ha tenido que seguir cada paso, de modo que parece que les estamos acompañando, a los bailarines-, Wenders nos muestra el genio y, tanto o más importante, cómo esta excepcional cualidad privativa de sólo un puñado de humanos se plasma en lo que queda después de su partida. Porque Pina, lo que es Pina, no aparece ni en, ni para esta película (murió demasiado pronto, demasiado de improvisto), más allá de unas muy concretas secuencias de archivo que sirven al cineasta para enhebrar la suave cadencia de la filmación.
En Pina, Wenders nos muestra que por nuestras obras nos conocerán, y nos despliega parte del legado de Pina Bausch a través del cariño, la maestría y el genio contagiado a todos y cada uno de los integrantes del Tanztheater, bailarines que, siendo distintos, cada uno es, también, Pina. Y esa es la magia de este peliculón: que viendo a los suyos, a su obra, vemos la sombra del genio que hubo detrás, en una suerte de cuento contado por un autor anónimo, sobre un personaje anónimo, del que solo se habla en susurros, y en términos míticos. Y de ese modo adivinamos el animal artístico que, superando el protagonismo clásico de las piernas en el baile, erige a brazos y manos en instrumento supremo de sendas armonía, comunicación y arte. Todo, sobre la base del doble sueño de que, con ayuda de los demás, se superan todos los obstáculos, partiendo de nuestra inevitable unión con las fuerzas de la naturaleza y los 4 elementos: porque sólo en contínua unión con la tierra de donde venimos (y a donde inevitablemente volvemos: véase la escena donde se intenta enterrar a la bailarina), el agua que somos, el viento que nos mueve y el fuego que llevamos dentro -y que fumamos, como Pina, por paquetes-, podremos vivir con nosotros mismos. Así, se nos muestra cómo podemos caer una y mil veces, mientras haya alguien que nos recoja; caminar a ciegas, siempre que nos ayuden a quitar los obstáculos; empaparnos, mientras se nos proporcione calor humano e, incluso, rasgarnos las vestiduras, mesarnos los cabellos o autolesionarnos siempre que el fin, empero, lo valga.
El fin de Pina siempre fue esa belleza que el decapitado Trecet nos incitaba a buscar ("esta es la única protesta que merece la pena en este asqueroso mundo"). Y una vez que Pina la encontró, se la dejó a su compañía y se fue: debe ser cansado, eso de ser los macilentos y picudos hombros que sostienen, a solas, una de las últimas luces de la pureza. Y como decía una de sus amigas, en este momento debe estar en el cielo junto con Kazuo Ohno, los dos saltando de nube en nube, y hablando de qué pueden representar ahí arriba ahora que pueden volar, mientras el maestro del Butoh juega a plegarse, como una futura mariposa, y ella baila, con los ojos cerrados, pero moviéndolos detrás de los párpados (pues en la oscuridad, como en la luz, también se puede seguir el movimiento del universo).
Que soñemos contigo, Pina, y nos recojas cuando caigamos.
L.
PS.- Si alguien conoce o se encuentra con Fernando Suels Mendoza, el único español de la compañía, por favor que me lo reverencie de mi parte. Y en lo atinente a los incondicionales de Carolyn Carlson, no solo les respeto, sino que a nivel estético me gustan más sus coreografías que las de la Bausch, pero porque acometen a la perfección una simbiosis de influencias (ballet clásico, flamenco, bailes tradicionales...) que son percibidas más rapidamente por el subconsciente. Y desde luego, si lo interpreta Sara Orselli, ya me dan las cuatro cosas: pedazo de feminidad, Señor -gracias, Esther, por la pista-.
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