Si algo demuestra que Shakespeare era un solo hombre, y no un colectivo, son sus obras crepusculares, en especial Pericles y la Tempestad. Ambas hablan de la entropía del amor, de la necesidad de que los círculos se cierren y, a la par, de que ficcion y realidad son espejos enfrentados que se necesitan y, finalmente, funden.
Tal matiz es gloriosamente aprehendido por Donnellan y su eterna pareja profesional -y personal-, arrojando como resultado una obra cuya complejidad inicial e ínsita es superada recurriendo a las realidades (o ficciones) superpuestas. En este caso, el relato del principe de Tiro se combina con el de los ultimos días de un padre, alrededor de cuya cama de hospital se logra congregar su familia para un adios último. Esa sencilla cama se va convirtiendo, merced a la magia de Ormerod, en nave, tumba, divan de prostíbulo y muchos otros atrezzos imaginarios de la ficcion, en una representacion fluida, sobria y engranada donde se logra lo que pocos hubieran logrado: el disfrute de una de las obras mas complejas de Shakespeare y la transmision de su mensaje último.
Al final de la obra la magnífica pareja, brillante en la sencillez que solo se puede permitir la grandeza, me comentaba el privilegio de poder compartir su obra con el mundo, opinion que fue el unico fallo de una velada perfecta por emotiva.
El privilegio fue nuestro
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