miércoles, 24 de junio de 2009

Rigoletto

Leo Nucci, impagable. El mejor Rigoletto que veré jamás, capaz de eclipsar al Duque de Mantua y a una Gilda que hacía con la voz lo que quería. Lujo, para una historia triste contada por italianos, los verdaderos reyes de la ópera. La ópera no está para contar verdades, ni para transmitir todo el drama de la verdad. Está para entretener con la belleza, para cogernos de la mano, hacernos ingrávidos y llevarnos a un mundo de armonía donde nuestra realidad nos da dos (o cuatro: maldito Tannhäuser) horas de respiro, donde el bien y el mal de fuera se convierten en un divertimento que distrae y nos hace recordar que ante todo, hemos de buscar la belleza. Ojalá hubiera más óperas, y más gente se animara a intentar amarla, porque se te mete en el corazón, quieras o no quieras, y un buen día, uno de esos días difíciles, te sorprendes muriéndote por esconderte en el Venusberg, en las calles de Sevilla o junto a Norma, sentadito en tu butaca y, simplemente, dejándote llevar. Trecet se despedía en su programa con una frase: "buscad la belleza. Es lo úncio que importa", y en días como hoy me doy cuenta de la verdad de la frase. La belleza nos reequilibra, nos centra, nos absorbe sin consumirnos o alienarnos, y se convierte en el único jardín secreto en que lo único que deseamos es seguir allí para siempre.

La belleza de una sonrisa,
de un perfecto beso en la mejilla,
de una balada pegadiza,
de una voz que no puedes ignorar,
de la luz de Sevilla en marzo,
de la convicción de que, al fin, puedes dejarte llevar por el amor,
del abrazo de quien te hace sentir seguro
de los reencuentros
de los finales felices en que todo cae en su sitio,
de los escenarios de cuento
de las dificultades solventadas
del final de Blade runner, el cielo sobre Berlin, el Séptimo sello o la mejor juventud
de una mirada limpia y curiosa
(y por ello, que nunca envejece)
del Taj Mahal, la Alhambra,el perito Moreno e Iguazú
de un banco de peces plateados a tu alrederor a 20 metros de profundidad
de, a veces, no sentir
(o de que te invada la placidez)
de los sueños de príncipes y princesas
(y de pensar que, todavía, se pueden cumplir)
de la realidad que conspira contigo para que todo salga bien
de los amigos que siguen ahí
(o de los amigos, que siguen ahí)
de quien sea que me esté esperando
del blanco
del amor que, confiado, se da a una persona sin dudas, sin límites
de la idea de Dios
de que viviremos para siempre
o de que, al menos, no nos enteraremos de que ya no estamos.

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