Nunca pensé que agradecería tanto el que José haya venido conmigo. Calcuta superó lo que esperaba, y dudo que haya sido por el agotamiento emocional. 15 millones de personas en plena época de monzón, concentradas en una ciudad de vestigios más que decadentes de la ocupación británica. 15 millones de almas, gran parte en la miseria, cobijadas en edificios coloniales que se están cayendo a pedazos, pedazos que son trozos de mosaicos, de enrejado, de letreros que reservan la entrada sólo a socios.
Calcuta huele como ninguna otra ciudad:
la humedad,
el despiadado calor
las partículas en suspensión que te ennegrecen, por fuera y por dentro
la basura fermentada amontonada en montañas al lado de las casas
las pocas cloacas
ninguna cloaca
la comida en la calle
los animales en la calle
la falta de agua
el sudor de días
las especias
el humo
el incienso votivo
el sándalo
Calcuta nos supera a los occidentales. Nos vence saturándonos de información sensorial imposible de procesar para los acostumbrados a percibir demasiados grises, acostumbrados a una moderación prudente que, a veces, nos aliena y nos deja incapaces de otra cosa que de asentir. La mezcla de tráfico, las mareas humanas, los sabores, las masas... pueden con cualquiera que no haya nacido a la orilla del Hooghly.
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