lunes, 4 de marzo de 2013

El così fan tutte de Michael Haneke


...Bueno, la verdad es que es de Mozart. Haneke "unicamente" es el director de escena, pero ahora que el Oscar está calentito, parece que tira más hablar del dire de Funny Games que del megagenio de Salzburgo, si bien ambos comparten esa avergonzada pertenencia a Austria, tan de moda tras los sucesivos pifostios que el hoy enano imperio ha venido causando día sí, día también, a lo largo de la historia.

Primero, la ópera. Si no fuera de Mozart, el acuerdo en calificarla de estrictamente bufa sería unánime. Pero señores, poner a Mozart de autor bufo en la escena operística es como plagiar a Faulkner en el pueblo de "amanece que no es poco": un pecado, vamos. El così es más bien... más bien un Divertimento pasado por el antitamiz de una mente genial. Una historieta de enredos, apuestas, decadencia y lucha barroca contra el tedio, a golpe de clave compinche, que nos va guiñando con cada ocurrencia de ese dúo conspirador compuesto por Don Alfonso (vuelta al Shimell fetiche de Haneke) y Despina, cuyo talento para la improvisación interesada se va desmadejando a lo largo de tres horas que parecen los cien minutos de cualquier película.

Las óperas son el mejor ejemplo de las teorías de Einstein. Cada ópera despliega un tiempo teórico -unas tres horas de media-, pero ofrece a la vez un espacio temporal sujeto a las consecuencias de sus aciertos y fallos, convirtiendo todo tiempo en un concepto flexible. Así me pasó con el Tannhäuser o este Così, teoricamente largos, pero cortos desde mi experiencia; o con esa "página en blanco", que más valía que en blanco se hubiera quedado.
Del mismo modo, en un decurso de tres horas se puede uno tropezar con maravillas creativas o, al contrario, con las más manidas repeticiones de nanotemas tontos (me vuelvo a remitir al binomio così-página en blanco). En el caso del divertimento de Mozart, el genio llega a sentar las bases de la teoría de los juegos, sin precisar poner nombre a la invención: el dilema del prisionero de Dresher, Flood y Tucker, el epítome de sumas no nulas, aparece un cuarto de milenio antes en las suspicacias -lógicas, mire Usted-, de los otrora íntimos Guglielmo y Fernando, que dudan si -lejos uno de la vista del otro-, no aprovechará cada uno de ellos para tomar disfrute carnal de la novia del amigo. En otras palabras: separados ambos decidentes, la decisión pende de una adecuada y certera representación del desarrollo de los eventos. Si esto no es el dilema del prisionero, señores, que me parta un rayo.

En suma: como con todo, lo bueno es lo que cada uno de nosotros disfruta genuinamente. Este feliz trueque de corazones y sentimientos, germanizado por mor del austriaco Haneke. Esta ligera comedia de 3 horas que al espectador actual le trae recuerdos del Malkovitch de las amistades peligrosas. Este retrato de decadentes asediados por el tedio, Celestinas y víctimas que no lo son tanto, nunca dejará de ser actual. Es lo malo de los pocos genios reales que nos da la historia. Que siglo sí, siglo también, siguen abochornándonos con un gigantismo gemelo, a veces, de la presciencia.

Respecto a Haneke... ese Haneke que adaptó el castillo de Kafka (por cierto, con el fallecido Ulrich Mühe de la vida de los otros) y que acaba de ganar un Oscar por una complicadamente sencilla historia de amor en la senectud, hay que decir que a Mortier le ha salido esta vez el tiro por el cañón. No lleva una mala temporada, de hecho, en lo que a la selección de repertorio se refiere, y esta vez hay que agradecerle habernos traído a un Haneke cuya dirección de escena es gloriosamente teutona. Gran -que no grandilocuente- escenario que permite el desarrollo de diversos planos. Vestuario de consenso entre lo barroco y esos chaqués que tanto odio, y suficiente tributo -al menos, desde el punto de vista alemán, supongo- al humor que instila toda la obra. Al final Hazneke salió a saludar y, obviamente, enloquecimos (como cuando Tim Robbins).

Y finalizo aprovechando para dejar una reflexioncilla, al hilo de la última línea precedente. Con las obras escénicas en que mete mano un famoso, pasa algo muy curioso (rima y todo): la gente se come la obra que sea, con tal de poder aplaudirle cuando, al final, se digna salir al escenario a saludar. Es como si con cada libraco del Quijote regalaran un comic de la novela con la historia pintada por Simon Bisley, o un DVD con la serie en dibujos animados: nos gustaría ahorrarnos el coñazo previo para zambullirnos en los muñequitos, pero a veces no se puede. Pero al final, hemos estado con un famoso, y eso viste mucho en este país, mire Ud (soupir, que exhalaría Obelix)

Hala, ahí queda

L.

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