De pequeño se quedaba en la clase durante los recreos, temeroso de las risas, de las humillaciones, de los golpes que, sobre todo, dolían en el alma. Un día, comiendo el bocadillo que su madre le había hecho, mientras miraba a los demás jugar, su corazón decidió que nunca saldría de esa clase, de ese aula. Y dejó de hablar, y de creer, y de ver otra cosa que no fueran los mismos pupitres, la misma soledad. Y los días se hicieron meses, y los años fueron pasando, y con los años, las caras, los centros de educación especial, los médics, y el niño, que ya era hombre, seguía sin halar, sin reconocer otra cosa que el aula en que decidió quedarse. y el hombre pasó a ser anciano, y nadie lograba que hablara, y le internaron en un asilo, con los demás viejos, para que muriera. y en ese asilo había otro anciano, y este anciano era uno de aquellos niños que le pegaba, que le humillaba, que le rompió. Y el antiguo abusón le reconoció y, mirándole a la cara, le dijo "lo siento". Y el anciano que nunca dejó de ser niño rompió a llorar, como setenta años antes y, recuperando la voz perdida, le contestó: -Ya es tarde, para tí y para mí, pero yo nunca dejé de ser niño, mientras que tú envejeciste antes de tiempo para comprobar que hasta tus hijos te han abandonado. Y a mí me espera una nueva vida en otro cuerpo, mientras que tú estarás condenado a soportar, por toda la eternidad, las consecuencias de una vida en que no dejaste de ser quien siempre abusó de los débiles. Te estpero en una nueva vida en que yo seré feliz, y completo, mientras que serás tú quien siempre estará sometido a un miedo que nunca acabará. Y por eso me das pena, y por eso te perdono-. Y, acercándose a él, le besó, le perdonó y, recuperando la edad que siempre debió tener, exhaló un último suspiro de tranquilidad, alivio y, sobre todo, confianza en un futuro que empezaba en ese preciso momento, un futuro sin miedo, sin dolor, sin paredes, sin monstruos.
Luis Fernández Antelo. Hogueras.
(Para Susana y Antonio, con la anticipación de otra velada única).
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