Acabo de estar con una de las 4 personas que más admiro en este mundo tras mi padre, Vicente Ferrer y el padre de Juan: FJ. FJ es de los pocos Funcionarios de verdad que quedan (escribir Funcionario con "f" mayúscula). Abogado del Estado, cargo de confianza al comienzo de los ochenta, asesor tanto de Felipe González como de Aznar, repartidor de Justicia (escribir justicia con mayúsula)... es de las pocas personas que conozco que cumplen el art. 103.3 de nuestra Constitución cuando parte de la "imparcialidad en el ejercicio de sus funciones" como característica esencial de todo funcionario público. La función pública, señores, no es ni más ni menos que eso: la función pública. Y dicha función de servicio público lo es para con todos los españoles, con independencia de a quién voten, qué películas vean, qué religión tengan o si les gusta la carne o el pescado. Hemos llegado, hoy por hoy y desgraciadamente, al momento más triste que recuerdo en la Historia de España. Y no es que haya crispación, pues la crispación procede de, e implica, un estado de ánimo de rebeldía, indignación y contradicción con unos ideales y valores que, para ser afectados, han de detentarse. No. No hay crispación: hay desconcierto. Y lo peor que se puede observar en una sociedad es la expresión de desconcierto en el rostro de sus miembros: desconciero ante el mañana, el pasado y los próximos años. Desconcierto ante la falta de fe (la que sea, en quien sea: basta que creamos en un mundo mejor). Desconcierto ante la posibilidad de mantener el trabajo, de poder seguir pagando la hipoteca, de poder salir a la calle tranquilo, de envejecer y cobrar cuatro putos duros... Desconcierto ante la falta de ideales que valga la pena seguir; ante la falta de modelos, de personas que escuchar; ante la falta de referentes otros que los ignorantes que pueblan la pequeña pantalla, las noches del Gabanna y las tertulias que en su día valían la pena. El verdadero intelectual progresista murió junto al exhaustivo tecnócrata conservador, y a ambos les enterraron juntos, un payaso con polo Lacoste y uno de esos actorcetes que yendo de antisistema mataría por ir a Hollywood. ¿Qué nos queda? ¿hacia dónde podemos mirar? ¿a quién podemos querer? Las ideologías, fueran las que fueran, nos daban sueños, constituían el pan con que los padres alimentaban a sus hijos en tiempos de hambre. En la guerra, nuestros abuelos, a la hora de esas cenas en que no se cenaba, alimentaban a nuestros padres con el sueño de un futuro mejor, y los sueños los soñaban, y alimentaban una esperanza que valía más que una tonelada de harina en los cuerpos desnutridos de quienes luego tuvieron -como mi padre- que emigrar a Alemania para ganar el pan real. Tenían sueños. Hoy no tenemos nada, salvo dos partidos de mierda que exigen el carnet en la boca para acceder a la posibilidad de vivir a costa de los demás, dos partidos que en su día fueron algo pero que, hoy por hoy, ni siquiera plantean la alternativa de ser la alternativa. Los barones no dejan a los jóvenes, el caciquismo de fuera impera dentro, y quienes entran con la idea de cambiar algo, de innovar, de adaptarse, de convertirse en verdaderos partidos europeos de centro-derecha o centro-izquierda, son pisoteados por quienes ven su puesto en peligro por sangre joven -o no tan joven- con valía de verdad. El continuo medrar de incompetentes que pugnan por hacerse viejos a costa del erario público, la sana costumbre de pasear los guardaespaldas y que te vean los antiguos vecinos que, por más honrados, se quedaron en Carabanchel y no pudieron mudarse al palacete de la Moraleja, los devaneos con la bolsa... han matado la función pública y están matando, poco a poco, nuestra posibilidad de creer. Pero esos que intentan elevarse a costa de medrar y de besar los pomposos traseros de quienes se sientan y engordan en los Ministerios, esos que sólo reclaman su parte del pastel y a cambio miran para otro lado, algún día volverán a enfrentarse a su mediocridad, y se darán cuenta que siguen siendo los fracasados humanos que nunca pudieron lograr nada con la fuerza del sudor. Y saben -porque nadie puede huir de sí mismo- que el dinero, la facultad de joder al prójimo (que es facultad, pero nunca verdadero poder) y la pompa del animal de bellota que come caviar aunqe no le gusta, nunca podrán esconder que nunca lograron superar a esos vecinos que tuvieron que conseguir la entrada del pisito a base de horas extras de trabajo, y seguirán inclinando la cabeza siempre que se encuentren con ellos, porque les saben mejores, por muy pobres que sigan siendo. No grito porque, salvo Dios -y le están matando entre todos- no veo a nadie que me escuche. No agarro a nadie de la cabeza y le zarandeo para que despierte, porque para despertar hay que estar dormido, y no drogado con abulia. No me muevo porque me tienen atado a la hipoteca y los préstamos. Pero algún día, algún día, esto cambiará. Si nos movemos todos. Si demostramos que hay umbrales que no se pueden pasar. Si hacemos ver que el poder que ellos tienen se lo hemos delegado nosotros. Si gritamos para que no intenten comprarnos con cargos. Si seguimos saludando a aquellas personas buenas con quienes en su día trabajamos y que ahora cayeron en desgracia, quizás ese día se pueda hacer algo. Lucho por lavar mi desconcierto en la esperanza de que todo puede cambiar para bien, si se denuncia la injusticia, los abusos, la estamentalización, y lucho por mantenerme imparcial como funcionario, pero parcial como ser humano a todo lo que implique sufrimiento, dolor y pobreza. Para aliviar eso nos eligieron: para nada más.
(Gracias, Javier, por recordarme lo que somos, y en lo que nunca debemos convertirnos. Algún día todo cambiará como tú dices, si nos esforzamos entre todos)
lunes, 11 de febrero de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Suscribo todo lo anterior, especialmente lo de no quedarse quieto viendo como el egoísmo y la estupidez lo corroen todo.
No es la primera vez que te lo digo, pero quiero reiterar que, en materia laboral, consituyes la virtuosa excepción a la perversa regla general. Sigue así, aunque cueste, porque vale (y vales) la pena.
Publicar un comentario