La Habana es bella. El Malecón, por sí, no. Al Malecón le prestan su belleza el mar, la puesta de sol, los habaneros que bajan de Coppelia poco a poco, dosificados, y los niños cuando se asoman, tumbados, para intentar pescar cangrejos. El Malecón es un organismo vivo, hecho de muchos seres y adornado con puestos de perritos calientes y cerveza bucanero, por donde se pasean todos a la puesta de sol para convivir, ver la vida pasar y soñar despiertos, a la luz que se va apagando. El Malecón tiene un lado que da al mar y otro, igual de importante, que da a la cadencia de los viejos Plymouth, cuidados con mimo por conductores que son mecánicos, torneros, maquetistas y guías. Y detrás de la cadencia de los motores están las fachadas: mil fachadas, con mil soportales y otras tantas mezclas de pintura, salitre, dignidad y entropía alineada en torno al último bastión de las ideas.
El Malecón es único ahora. No será único mañana.
jueves, 27 de agosto de 2009
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