jueves, 27 de agosto de 2009

La Habana





La Habana. Sería egoísta decir que espero que no cambie, pero me gustaría. Bajar desde la Floridita por la calle del Obispo hasta la plaza de san Francisco de Asís, parándonos en el bosque de Bolonia a repostar mojitos y Daiquiris. Desviarse y perderse por el barrio chino, callejeando sin otra referencia que las fachadas, antiguas, con sus balcones llenos de gente que te devuelve la curiosidad de la mirada. El sentimiento de estar en un sitio no del todo desconocido. Pensar en lo que resultaría de mezclar Lisboa, Calcuta, cualquier plaza señorial de Vetusta y Miami, todas ellas hace 30 años. Regatear con el librero la edición en tabloides de 100 horas con Fidel. El Granma viendo los años pasar desde su jaula de cristal, lejos del mar que huele, pero no ve. Paladares como la Guarida y como los que no salen en la Lonely. Murales con Fidel, Che, Martí y Cienfuegos al lado de los Centros de Defensa de la Revolución. El 26 y el 50. La gente que se gana la vida, y la vida que se gana a la gente. Los helados de Coppelia, las iglesias Ortodoxas y las pizzas de queso a 10 pesos cubanos, no convertibles. La humedad y la brisa contra la cara desde el Cristo de la Habana. La gente que vive fuera de las casas. La gente que vive en los balcones. La gente que te ofrece educadamente puros de contrabndo y no insiste. La gente que te mira y se pregunta. Yo, que les miro, y me pregunto.

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