Tengo miedo. Sí, todavía me queda algo de miedo que gastar en la desesperanza de un destino que todavía no quiero, no puedo asumir. Se y no quiero saber lo que me espera. Veo a mis amigos, a mis compañeros de desgracia, de carnicería, despedirse y mirarnos por última vez a los pocos que vamos quedando. Aquí estamos todos, porque no creo que hayan dejado a ningún hijo de nuestra patria –que nunca fue, pero espero que sea algún día- con libertad o con vida. He visto salir por esa puerta a muchos: amigos que son, amigos que fueron y que se vendieron por pan, enemigos que dejaron de serlo cuando compartimos camastro, olores y desolación... y nunca les volveré a ver. Se que he perdido a los míos, porque también salieron, y si no fue de esta puerta, sí lo fue de mi vida. Me gustaría aferrarme a sueños, a esperanzas, pero mi pragmática educación me lo impide, al menos respecto a los míos. Por eso me agarro a otro sueño, que es el de que mi raza, el de que algo de mi sangre, no sea exterminada, y que algún día podamos vestir sin estrellas cosidas en americanas o almas. Y ese sueño ha de ser posible, porque si no, el Dios de mi tierra, el Dios de Israel, no existe, y si no existe, es que en verdad el mundo es demasiado caótico y cruelmente caprichoso como para vivirlo o pensarlo. Esta tarde, cuando vi a Daniel irse, supe que había llegado la hora de morir, aunque no muera en cuerpo hasta dentro de unos días. Preparo mi partida y mi reunión con mi familia, pero antes me gustaría encontrar un sentido a la crueldad, al desprecio, al odio nacido de un pueblo con cultura, pero no por ello siempre con humanidad. Me pregunto cómo se puede seguir y adorar como dirigentes omnipotentes a frustrados llenos de tanto odio, de tanto resentimiento, que toda noción de crear o de amar no cabe en corazones cerrados y ciegos por el fracaso, el desprecio y el temor de que los demás puedan ver sus fallos y reírse. Intento comprender cómo se puede erigir en gobernantes a seres que en sus sueños todavía ven a sus compañeros reírse de ellos, a seres acomplejados por defectos físicos que a nadie importan salvo a ellos, a seres cuyo odio por todo les lleva a destrozar la belleza y a convertir a su pueblo en animales de odio, en bestias contagiadas de podredumbre moral, en imágenes de ellos mismos, para así mirarse en espejos de su propia muerte y no tener que aceptar la finitud y bajeza de sus almas consumidas por un odio que los animales no conocen. Los pueblos conocen la historia y sus ciclos, pero aún así la repiten, ignorando el regalo de la experiencia de siglos de vidas y regímenes políticos y, así, el círculo vuelve a encerrarse dejando dentro muerte y desesperanza. Pero yo, Ariel Rodenstein, esposo e hijo de tres, una vez comerciante y ahora sin nada, les voy a demostrar junto al resto de mi pueblo que quizás afrontando la muerte como la estamos afrontando, en silencio y con dignidad, podamos algún día crear tanto silencio que obligue al menos a uno de ellos a pensar, y si ese uno piensa en el silencio y mira dentro, pueda ver la muerte como algo que no se exorcisa matando a los demás, sino como algo que viene necesariamente, y como algo que juzga y redime, y entonces, en ese momento, en el fondo del vacío, que es oscuro como los hornos, como los paredones, como las celdas en que nos olvidan, como las duchas en que nos asfixian, pueda haber una luz, y esa luz acabe por hacerse tan grande que ilumine los millones de cadáveres y obligue a oler y a ver la muerte, y la corrupción, como algo que también a ellos les llegará. Y entonces, y sólo entonces, puede que reflexionen. Hoy me llevo una luz en mi corazón. Espero que ilumine un alma cuando mi cuerpo muera. Y si es así, seguiré sonriendo toda la eternidad.
(Luis Fernández Antelo. Cien días y cuatro noches)
viernes, 16 de enero de 2009
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