viernes, 16 de enero de 2009

Noche en Ramala

Escribo mi testamento desde la oscuridad de los restos de una casa destrozada, desde los restos de lo que fue mi hogar, situado en un país en ruinas donde la luz sólo ilumina la muerte. Y no escribo mi testamento para dejar algo a alguien, pues me quitaron todo, y así nada tengo que dejar, y a mis hijos los mataron: los judíos o Dios, que los convirtió en mártires, y así a nadie tengo que me recordará. Pero yo sí recordaré hoy, y recordaré con tanta fuerza que mi recuerdo gritará y traspasará los bloqueos y llegará a los oídos de todos los hombres y a los de Alá que es Grande y Misericordioso, y uno y trino, y que dirigió a Moisés en el desierto. Porque tres cosas se, y de esa trinidad estoy seguro hoy, en que moriré junto con mi hogar: se que Dios existe, que es el mismo para todos, y que nos ha abandonado. Hoy creo en Dios, y porque creo en él, no puedo comprenderle. Me llamo Drizz el Ahmeni, y he vivido en esta tierra siempre. Y me gustaría contar la historia de un judío y una palestina que se enamoran y son perseguidos, porque ello querría decir que el amor, aun sólo una vez, existió. Me gustaría contar historias de niños israelíes y palestinos que van juntos a la escuela y hablan entre ellos de sus papás, porque ello implicaría que la comprensión todavía se encuentra. Escribiría sobre claveles palestinos y fusiles israelíes, porque para meter un clavel en una culata hay que estar cerca, y hay que estar vivo. Pero no puedo hablar de nada de ello, porque nada queda, ni siquiera odio. Me gustaría poder odiar, pero he perdido la esperanza y sólo rezo para que Alá nos esté preparando no un jardín de huríes vírgenes, sino una casa pequeña en un lugar en paz. No puedo hablar de odio, porque sólo me queda llorar, y siempre hay lágrimas, aunque pensemos que no nos quedan lágrimas por verter. Sólo quiero tiempo para llenar esta hoja con mi testamento, que es el testamento de un pueblo y de un vivir que es también nacer aceptando la muerte. No somos valientes, pero morimos por nuestras ideas y peleamos aunque sólo sea con piedras. No somos nobles, pero aceptamos la guerra siempre que sea justa. Nunca seremos ricos en poder, pero en nuestras tierras nacieron Dioses que son uno, tres y dos. No sabemos de cábala y quizás por eso no entendemos ni aceptamos nuestros destinos. Veo mi muerte, la he dicho que espere sólo un respiro más y me concede ese favor, porque ha estado esperando a mi pueblo desde siempre y no la importa esperar un suspiro más, pues sabe que iremos a ella voluntariamente. Abro el marco destrozado de mi ventana que una vez fue y me asomo al peor de los desiertos, el desierto de la desolación y de la ruina, el desierto del peor de los silencios, que es el silencio de las risas apagadas. Aquí jugaron Osman, Yafez y Runna, y aquí murieron, y en algún lugar están enterradas sus risas. Pero algún día no serán excavadoras las que las entierren, sino que las palas de los fuertes brazos de la esperanza las volverán a sacar a la luz del día, y después de décadas enterradas, volarán para posarse en los labios de los hijos de la paz. Nunca nos matarán, porque la nuestra es una idea, un sueño, que no es de uno, sino de todos y, como todos los sueños, cada día será soñado por un vivo, y así seguirá en las noches del pueblo palestino para dirigirnos hacia el nuevo día. Miro por última vez mi tierra, mi madre, mi patria, y se que sólo podrá germinar y volvernos a parir en la paz de la conciencia tranquila de un pueblo diezmado pero vivo, y no en el patético orgullo de la sangre. Oigo voces que no entiendo pero que se lo que significan, y me gustaría que esas voces llamaran mi nombre para compartir una Sisha, o un té, o una sonrisa. Pero aun así, saldré y, mientras que salgo les sonreiré, y quizás uno de ellos comprenda que nunca podrán matarme si les perdono: ni a mí, ni a los míos, y así, quizás, con mi muerte alguna otra vida se salve: de mi pueblo o del suyo, ya no importa la nación, ni el bando: sólo importará la vida. Me llamo Drizz el Ahmeni, y hoy muero para vivir para siempre, y para transmitir un mensaje que sólo se aprende oliendo el hedor de la sangre, oyendo los gritos estridentes y llenos de miedo de los moribundos, y mirando las cuencas vacías de los ojos de los muertos sin enterrar: que sólo la vida importa, y que es el regalo más importante de Alá, y que nos ha creado para una sola cosa: para vivir.

Ya llegan. Cierro los ojos, y estoy con mi Morayma, y desentierro las voces de mis hijos, y pienso en dátiles y miel en los labios de mi esposa, y me preparo para vivir para siempre en una tierra donde hay paz.

(Luis Fernández Antelo. Cien días y cuatro noches)

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