martes, 6 de septiembre de 2011

El perdón y el olvido

Seguimos crispados. Con unos, con otros y, muy especialmente, con nosotros mismos. El jodido paro continua subiendo, la Lagarde y el franco suizo nos están penetrando por todas las fronteras, los líderes sindicales que tenemos al fin comienzan a mostrarse como lo que realmente son, id est, un hatajo de chupópteros que, sabiéndose descubiertos, están intentando ponerse a cubierto de la justa ira de los trabajadores... Y en medio de esta olla a presión en que nos hemos convertido, no soy capaz de ver ningún espacio, ningún momento, para la paz. Por eso me limito, hoy, a hacer un llamamiento de comienzo de año (porque el año comienza en septiembre, no en enero), a la paz: y con nosotros mismos, la primera. Con los demás, después.
Me ha tocado presenciar y sufrir, por bastantes motivos, un incremento de tensión humana que, si no logramos canalizar, temo nos lleve al casi-desastre colectivo. La gente contempla con mirada perdida un futuro que se nos ha ido a todos de las manos, un panorama que ya ni siquiera es desolador, porque se antoja, como el peor de los escenarios posibles, perdido. Si el lienzo fuera negro, podríamos cubrirlo con una nueva pátina y volver a empezar, pero es que el bastidor se ha caído a una sima de la que con dificultad podremos recuperarlo. Por eso necesitamos paz. Y no la paz de los líderes, los visionarios o los papas, sino la verdadera paz, que es la que viene del perdón y del recuerdo, no del olvido o, ya que estamos, la memoria. Porque el olvido es la muerte eterna de lo que pasó, y la memoria se usa para almacenar números (de muertos) o datos (de injusticias), pero no para aprender del pasado que no se debe olvidar. Necesitamos sentarnos con nosotros mismos y bucear en nuestros recuerdos para encontrar los momentos en que fuimos felices y, localizados, intentar revivirlos hoy, ahora: para recuperar la felicidad, que yo entiendo como pequeños y concrtísimos momentos en que logramos reconstruir la armonía del Universo en nuestras vidas.
hay pequeños momentos, cortos e intensos, en que miramos lo que nos rodea, nos miramos -desde fuera- siendo uno con lo que nos rodea, y en ese momento somos felices, porque percibimos que, al fin, todo está, y está bien, como debe estar. Y en esos momentos recordamos todo lo bueno, y perdonamos lo malo que, momentaneament, no desaparece, pero sí se aparta para dejar lugar a un sentimiento de tanta intensidad que llena todo lo que nos rodea. Y entonces, todo queda perdonado, porque sin perdón, no podemos ser enteramente felices.
Recuerdo aquella muerte de un viajante con Pepe Sacristán gigante, tremendo, que habría emocionado al mismo Miller y dejado en nada al gran Mamet. Y ahí, en el momento álgido de la obra, me di cuenta de que podemos perdonar a las personas sin mayor problema, pero lo que no podemos perdonar son las injusticias. El hijo del viajante, roto, seguía queriendo a su padre, pero el recuerdo de esas medias que el infiel regalaba a su amante mientras que su madre tenía que remendárselas, no le dejaba ser libre: y el hijo amaba a su padre, pero no podía olvidar las medias nuevas en contraste con las de su madre, llenas de remiendos que acabaron trasladándose al corazón del hijo. Por eso tenemos que aprender a perdonar sin olvidar, pero sin almacenar en la memoria ningún libro de rencores. Y por eso hoy, que volvemos todos (y yo, espero, al blog), esforcémonos por aceptar que hemos de perdonarnos a nosotros mismos, volver a empezar con el recuerdo de lo que hemos de mejorar y encontremos, de nuevo, el pequeño momento en que el universo bajó a nosotros y nos dió su armonía. Recuperémosla, y comencemos a construir, no desde cero, pero sí desde la ilusión que da saber que las oportunidades de ser, de hacer mejor, sí existen.
D.

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