martes, 6 de septiembre de 2011

la silla de J.

Hoy, la silla de J. cumple 20 años. Y aunque no nos dimos cuenta, este mediodía no hemos ido tanto a verle a él cuanto a dar gracias, en secreto, a su silla. A J. hace 20 años le dejaron sin coordinación de cintura abajo, y desde entonces ha luchado como ha podido contra su cuerpo y, sobre todo, contra la consciencia de que para él se acabó la vida tal y como era. Y es cierto, se volvió un cojo pelín puñetero, que se dice... bueeeno: no puñetero del todo, pero sí un poco insoportablote de tanto en tanto, echando pestes de toda la clase política tres veces al día - y no sólo en arameo, también en latín y griego clásicos, que para eso es catedrático de tales lenguas-.

J. ha estado alrededor desde que tengo memoria: fue compañero de mi padre, y le recuerdo en la piscina de Villaviciosa, presumiendo de atleta en su bicicleta estática mientras nosotros engullíamos con placer las croquetas de bolsa y el Danone de chocolate que allá, a principios de los 80, todavía eran primicias burguesas que mis papis me vedaban por hacer daño al estómago (después me vengué, de ahí los 78 Kgs. embutidos en mi exiguo 1,70). Luego llegó lo de la operación seguido de un paulatino e imparable deterioro físico que nunca pensaría que se ha prolongado durante 20 años. Pero ni la rehabilitación en el centro de parapléjicos de Toledo ni el progresivo deterioro motriz, las sondas o los 7 calambres diarios en todo el cuerpo le impidieron nunca coger el coche (debidamente preparado, se entiende) y llevarme de excursión por las cooperativas manchegas a buscar buen vino, encontrar restaurantes de toda la vida con buenos menús del día o, incluso, acompañarme en Tomelloso cuando más necesité a los míos.

Un buen día, dejé de pensar en J. Al menos, dejé de pensar en él todo lo que debía. Y hoy mi padre, harto ya de mutismo, nos embutió a mi hermano y a mí en un taxi y nos llevó a verle. Y ahi estaba él, con su silla de 20 años. El único problema es que la silla parecía flamante, y el que había envejecido sus 20 años más los 20 de la silla, era él. Y me he puesto a pensar lo hijos de puta que podemos llegar a ser, y cómo podemos anestesiarnos sin morfina ni nada, acallando las voces de aquellos a quienes una vez necesitamos pero ahora, por incómodos, simplemente dejamos aparcados. Y aparcar una silla es tarea fácil: lo difícil es aparcar el jodido martilleo que lleva arrancándome el corazón desde las cuatro de la tarde, y no me deja olvidar lo que he visto.

Felicidades, silla de J. Me gustaría que no estuvieras, pero eres tú, junto con la paciente F., quien ha estado, no yo. Pero no hay problema: conociéndome, mañana seguro que se me ha pasado, y ya no sentiré la losa encima que, a fecha de ahora, apenas me deja respirar.

Mañana, vuelta a pensar en pasarlo bien, en chicas y en todo lo que vale la pena, que ni yo ni nadie de mi generación hemos nacido para pasarlo mal. Aunque, en un cuento antiguo, creo recordar que un niño cortaba en dos la manta que su padre le había dado al anciano abuelo al abandonar a éste en la montaña para morir, y cuando el padre le preguntó a su hijo por qué dejaba al abuelo con sólo media manta, el niñó contestó:

-es que la otra mitad te la guardo para cuando sea yo quien te deje aquí.

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