... Estar a todo cuando, continuamente, oyes algo que no quieres escuchar: un susurro, una suave canción que te avisa de lo que estás descuidando, que es aquello que, por mucho que lo ignores, no desaparecerá.
Intentamos huir, distraer, eludir lo que nos hace daño. Aquello que no nos queda más remedio que decidir, pensando que el tiempo -el gran amnésico-, lo arreglará por nosotros. Y nos sumergimos en alcohol, en el trabajo, en las mentiras, en las aventuras que nos dejan sedientos de trascendencia. En problemas estúpidos que engrandecemos para tener algo con que ocupar el tiempo.
Pero la voz no se calla: simplemente se desplaza del oído al sueño y, de día, del sueño al corazón, al que no podemos callar. Porque si le callamos, moriremos la muerte que tememos afrontar; el olvido supremo, aquel que no podemos paliar ni enfrentar recordándonos a nosotros mismos. Y por eso tenemos que seguir oyendo la jodida voz: que no es la de la conciencia (ya quisiéramos nosotros), sino la de la realidad, la del tiempo que apremia, tiempo que se acaba, que se agota, que fluye como arena entre las manos de un niño que, inocente, piensa vaciar la playa cubo a cubo.
Y en esa zona gris vemos nuestras huellas, continuamente borradas como si estuvieram estampadas en esa misma arena, vulnerable y sumisa al capricho de los gigantes; como palabras escritas con agua en el suelo del palacio de verano de Pekín; como la última representación de una obra de teatro ante un público de enfermos de Alzheimer. Y la voz no cesa. Y esperamos que quien quiera que la profiera se calle o se muera de una vez. Pero una mañana nos miramos al espejo, sobrios, especialmente despiertos... Y vemos que somos nosotros los autores de esa voz que no cesa: muertos en vida, vivos en muerte, en hibernación imperfecta (pues la arena del reloj sigue cayendo); en continua oxidación por los fotones que, saliendo de nuestra alma, rebotan contra una piel que hemos endurecido hasta no sentir nada. Y así hasta que ya no podemos más, y nos tiramos por el acantilado, nos tumbamos a esperar la muerte, la provocamos haciendo que el hígado -o el cerebro- exploten o, al fin, afrontamos el gran miedo, distinto en cada uno de nosotros...
A fecha de hoy, solo he visto un ser valiente como para afrontarlo. Y era un niño.
miércoles, 28 de septiembre de 2011
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