Amor, la pervivencia de la eterna aspiración de aceptacion por el padre, la naturaleza irremediable de las consecuencias de los actos y el imposible perdon al irredento confluyen en una obra a la que solo le sobran un final que banaliza lo visto y una pizca del amaneramiento del personaje principal, en un intento de demostrar la capacidad -indiscutida- del actor de adaptarse a los registros más contrapuestos.
domingo, 20 de diciembre de 2020
Falling, de Viggo Mortensen
Cadencia perfecta, música que acompaña y colores adecuados para relatar la tormentosa relación entre un padre en pleno deterioro cognitivo (falling) y un hijo que vio demasiado y eligió las opciones más repulsivas para aquel, republicano homófobo, racista y agresor de la América profunda, trasunto del brillante patriarca de Monsters’ Ball. En este caso, el descenso a la demencia del progenitor abandonado por la madre de sus hijos y su posterior pareja no encubre la verdad subyacente, el verdadero infierno, el hecho de que, deterioro cognitivo o no, siempre fue igual, y por eso el hijo no puede ampararse en que su padre ya no sea el de antes. Es exactamente el mismo, solo que exacerbado. Y tan ineludible certidumbre hace que, antes o despues, aflore la misma recriminacion, más sollozada que gritada, del hijo. Dedicaste tu vida a alejar de tí a quienes te querían y, al final, lo lograrás.
jueves, 17 de diciembre de 2020
Stalker, de Tarkovski
Stalker es, para el que suscribe, la obra cumbre de un Tarkovski que asentó los pilares de su cine en el magno Andrei Rublev y se dejó llevar por la dulzura de cadencias, planos y silencios en Solaris.
Para visionar a Tarkovski hay que aproximarse dispuesto a contemplar un espectáculo que cada espectador percibirá de un modo distinto, pues cada película requiere la colaboración aprehensiva de todo aquel que la ve, más allá de las actuaciones de unos profesionales del método Stanivslasky preoccidentalizado. El director no da todo digerido, no nos minusvalora convirtiendonos en meros testigos pasivos o estatuas anuladas durante cien minutos. Utiliza planos y cadencias de serena belleza que prolonga durante el tiempo que considera preciso para prender la chispa de la reflexión, tornando lo visualizado -y escuchado- en excusa y base para terminar nosotros la escena.
Este concepto a la vez interactivo y dinámico de la obra cinematográfica alcanza su cenit en Stalker, el viaje de un escritor y un científico a un lugar donde la naturaleza habría retomado su elemental soberanía tras una catástrofe nuclear y que solo se deja encontrar si así lo desea la propia Zona, con la ayuda de unos guías llamados stalkers. A lo largo de más de dos horas, Tarkovsky construye un espacio audiovisual donde reflexionar sobre los conceptos de viaje, búsqueda y la necesidad de encontrar lo buscado merced a planos, secuencias, colores virados, contrastes, nieblas y, sobre todo, la omnipresencia del agua. En Stalker nada es baladí, gracias a los medios puestos a disposicion del director por la última Union Soviética que sería recordada como tal, en aplicacion de unos cánones, métodos y procesos productivos gracias a los cuales un rodaje podía durar comodamente años sin afectar a la supervivencia del equipo. De ahí las diversas atenciones a:
el uso del agua en el suelo,el moderado pero mantenido suspense,
el foco cenital sobre las cabezas del protagonista de cada escena,
sendos cambios de color y sonido en el día despues,
la omnipresencia de la niebla como elemento de ensoñacion,
la Zona entendida como lugar idílico donde resurge la naturaleza elemental, primigenia y parcialmente mutada (por ello, sin olor),
El cine de Tarkovsky es como la pintura china clásica: un espectáculo interactivo que, por invitar ininterrumpidamente a pensar, provoca que cada espectador reconfigure la película de modo distinto en cada visionado que, así, difiere dinamicamente una y otra vez. Stalker es como su director, pura mística resignada y, por ello, la verdadera protagonista del film es la Zona misma -dotada de una cierta conciencia-, y los tres viajeros, tres guías, llamémosles o no Virgilio. Uno de ellos sabe; otro, cree que sabe y el tercero, se muestra escéptico. Por ello cada uno tiene una verdad y un último recurso -pistola, ampolla de veneno y vuelta al hogar- con que eventualmente enfrentar la desesperación en una Zona donde el agua está omnipresente por supervivencia, convirtiendo a sendos peregrinos y guía en las islas autónomas cuya existencia rechazaba Dunne en su esencial poema.
Bajo la sombra omnipresente del Puercoespín y su historia, el científico arma una bomba nuclear que luego desmonta pese al inicial respaldo de un escritor con miedo a que lo que realmente deseemos sea lo que desean nuestros instintos, y no nuestro espíritu, cada uno de los dos huyendo de su propia idea de mal. De tal modo, desconocemos si la bomba pretende destruir la esperanza o, tal vez, la posibilidad de ver lo que realmente deseamos y su oscuridad. Quizás el hermano del puercoespín muriera porque eso es lo que verdaderamente éste deseaba, y fue tal constatación lo que le llevó al suicidio.
En todo caso, lo que inequivocamente se adivina bajo el omnipresente agua -en este caso de la estancia erigida en destino final- son los tubos de uranio cuya explosion los técnicos de Chernobyl no pudieron en su día evitar y, así, el agua refresca, templa y evita la explosion del todo y de todos. Porque en el fondo, ¿no somos también nosotros sino tubos de uranio que solo la lluvia (la de Stalker, la de Blade Runner, la de Seven) consigue refrescar mediante el consuelo de lo vivo?
Los dos peregrinos y el Stalker al final vuelven a esa posada punto de partida, tras lo cual el pretendido guía simplon vuelve a su propia estancia familiar. Una estancia que, en los últimos minutos de película se nos revela poblada de miles de libros, leídos todos por aquel a quien los otros consideraban parco de luces. Cuando la realidad es que el Stalker solo quería compartir la Iluminacion de quien repite su búsqueda vital una y otra vez, sabiendo que los verdaderos mutantes no son los que se quedaron en Chernobyl, sino los de fuera, virados al sepia en un mundo sin color más allá de su superficie confinada. Una y otra vez,
ahora y siempre
sábado, 12 de diciembre de 2020
Arte, discurso, emocionalidad, apropiación y heces
Todos debieramos ser el crisol de nuestras vivencias, aprendizaje e influencias. En el mundo de la creación, tal desideratum se comprueba especialmente en aquellas obras que valen la pena, producto de la aprehension, deglución, íntima reflexion y devolucion de lo que el alma de cada creador considera digno de recordar para tratar. De tal modo, en una obra se debieran conjugar la fuente con la savia nueva, la influencia con el nuevo tratamiento, lo que pervive por digno con lo que se yuxtapone por nuevo.
Tal binomio corre riesgo de desaparecer en el arte contemporaneo, bien por corrientes fatales como el apropiacionismo, bien por un hiperrealismo mal entendido (todo orfebre pone una gota de su alma en cada pieza), bien porque pretendidos creadores intentan justificar lo inane mediante pretendidos discursos subyacentes bien manidos, bien ridículos, bien inexistentes o, también, apropiados mediante frases que son ya mantras de los que huir. El fácil abuso y recurso a las grandes y eternas ideas de lucha de clases, destrucción del medioambiente, visibilizacion de colectivos discriminados, feminismo, contrapuntos o ruptura con el arte tradicional, colocadas arbitrariamente como etiquetas de precio sobre obras vacías, mediocres o directamente malas se ha convertido en costumbre susceptible de minusvalorar y destruir el arte contemporaneo.
En toda obra deben subyacer sendos discurso y emocionalidad, abstraccion hecha de la corriente figurativa, abstracta, realista, geométrica o brut a la que se suscriba. Pero nunca deben estos erigirse por encima de la obra de arte, porque entonces ésta cede y decae para ponerse no ya al servicio de la idea -como algunos pretenden vendernos para colocarnos la mola-, sino para devenir en otra disciplina que podrá valer, incluso legitimamente, como periodismo, denuncia política, filosofía o simple o llanamente provocación, sátira o salivazo.
Y como tal estará perfecto, pero su nombre no será Arte.
miércoles, 2 de diciembre de 2020
20 años de besos para todos
Jaime Chávarri, entre muchas otras cosas cabales, dijo esta tarde que una cosa es la nostalgia del franquismo y otra, muy distinta, la melancolía de la juventud, sea ésta en la época que sea, bajo el régimen que sea. A lo que un Pedro Moreno igualmente cabal -para variar- matizó que cuanto más gris es la época, más color hay que llevar a su cine.
Estas y otras reflexiones similares fueron el resultado del feliz visionado, 20 años después, de Besos Para Todos en la Academia de Cine, acompañados de todo el elenco y equipo de producción, que recordando un rodaje feliz, un equívoco de la maravillosa Emma Suarez y que toda buena comedia trasciende la aparente sencillez regalaron a los presentes un debate donde brillaron la espontaneidad, el buen recuerdo y la conviccion de que el tiempo contempla con benevolencia y agrado todo trabajo bien hecho.
Ni la incultura ni el virus podrán con el cine hecho con el corazón y la cabeza.
... Y como pudo atestiguar Eloy Azorín, en brazos de la mujer madura es donde mejor se está (si no lo digo, reviento).
domingo, 29 de noviembre de 2020
Fiesta, de Pierre Boutron (1995)
Adaptacion de la novela biográfica del aristócrata Jose Luis de Vilallonga, narra su tiempo como integrante de un peloton de fusilamiento del bando nacional durante la guerra Civil bajo las órdenes del coronel Masagual, un Trintignant gigante en el papel de homosexual escéptico cuya clarividente percepcion del objetivo último del bando de afiliacion no le impide destinar toda su excepcional inteligencia a la consecucion del mismo, por despiadados que sean los fines. Fiesta, quizás por ser francesa -cosa que me duele reconocer- aborda el conflicto con una objetividad raras veces vista en este país nuestro y, a la par que desnuda la crueldad, el horror y las contradicciones del bando vencedor, incide en unas reflexiones válidas para toda guerra en boca del coronel como personaje principal, del que el joven Villalonga hace más de comparsa que de coprotagonista.
El guión, espectacular. Las reflexiones de Trintignan, tan gigantes que erigen la audicion por encima del visualizado.
Veanla. Hace pensar.
jueves, 19 de noviembre de 2020
El enfermo imaginario de Moliere (y Flotats). CNTC
Ayer, a la salida del estreno de la comedia cumbre de Molière, Angel Fernández Montesinos, patriarca de la Revista y la Zarzuela en España exclamaba, con inusitado entusiasmo para sus más de 90 años, “ha vuelto el teatro”.
Ayer, al menos, así fue. Arropado por todo el mundo de esa gran víctima del Covid que es la escena española (desde Lluis Omar hasta Carlos Hipólito, pasando por Gonzalo de Castro o Emilio Gavira), Flotats bordó una de las comedias más atemporales de la historia del Teatro, con un Argán cansado hasta de sí mismo al que solo la dependencia psicológica de remedios y lavativas innecesarios distrae de una vida demasiado muelle, a merced de una esposa que no le quiere, una hija que por fortuna no se resigna a sus egoistas designios y una grandísima Anabel Alonso que descumple años y mejora en unas dotes escénicas ya de por sí excepcionales. Nunca se verá mejor Tonina.
En comedia es muy difícil lograr ese punto medio que, alejado del fácil histrionismo, mantiene atento al espectador y, a la par que entretiene, transmite un mensaje vital y de esperanza que se erige en moraleja. El avaro de ayer logró ser actual sin desvirtuar al clásico; insufló movimiento y máscaras sin distraer de la atención al drama del hipocondriaco ajeno a su realidad circundante. Mezcló la sombra y los estatismos de sendas cama y sillón de padecimientos con la luz, la música y el baile de todo lo bueno que siempre queda. En suma, Argán brilló con la luz que le circundaba y, brillando se redimió, redimiendonos a todos.
El equipo de Flotats consigue de sobra lo que el Maestro pretendía, y logra que ese hipocondriaco vocacionalmente infeliz nos insufle el único medicamento que siempre funciona: la esperanza. Esperanza que solo puede transmitir el trabajo bien hecho, la profesionalidad y el entusiasmo que ayer recaló, siquiera por dos horas, en un Teatro de la Comedia que volvió a ser mágico.
Ha vuelto el Teatro (con mayúsculas). Espero que para quedarse
miércoles, 4 de noviembre de 2020
El último baile del Gatopardo de Visconti
Los amantes de la joya de Visconti se dividen entre quienes consideran que sobra media hora del baile último, y los que afirman que tan extenso retrato es necesario para lo que Visconti pretendía con el Gatopardo. Yo soy de estos últimos y me explico, rogando ya de antemano, cual postrero narrador chespiriano, la indulgencia del público que lea esta reflexión.
Visconti, demasiado liberal para la aristocracia de donde provenía y demasiado tradicional para los liberales. Enamorado de Alain Delon -cosa que parece no gustó a Burt Lancaster, también prendado del joven sobrino Alfonso- y testigo de cambios esenciales en su Italia quiso transmitir la esencia Lampedusiana, ese todo cambia para no cambiar, en el escenario histórico de sucesión de clases dirigentes propiciado por los tiempos de Garibaldi y subsiguientes elecciones de 1860. Un tiempo en que los centenares de príncipes producidos por la otrora pluralidad de estados itálicos se agarraban a sus privilegios, costumbres y arrogancia como freno a los nuevos ricos burgueses que supieron aprovechar las crisis y las oportunidades. Y se agarraban con manos delgadas de hambriento digno, afectado por la endogamia y manchado del polvo de la decadencia, el polvo de los caminos sin asfaltar y de las habitaciones condenadas de los antiguos palacios.
Polvo, arrogancia y endogamia habitan cada minuto del Gatopardo, y solo la prevision del anciano -45 años, Dios nos valga- Príncipe Fabrizio de Salina pone postrero remedio a la decadencia de su familia, que no es sino la decadencia de la clase aristocrática de esa neonata Italia unida y tricolor. Por eso impide que su hija se case con su primo para unir a éste con la lozana hija del rico burgués de la región (a quienes allana el camino a la política) y poder sl fin apartarse de un mundo que sabe moribundo, el mundo del último baile.
Un baile de militares fantoches, decrépitas ancianas empolvadas hasta el ridículo como Baby Jane (otro polvo distinto al de los caminos, pero polvo al fin); petimetres, doncellas solteras jugando tontamente entre ellas esperando quien llene sus carnets de baile. Jarrones de cerámica llenos de heces y orines justo detras del salon de baile, comida atragantada por si al día siguiente no se come; jóvenes parejas apurando la llegada del amanecer y, entre ellos, nuevos ricos, por fin invitados, que sienten que han llegado a su cima (como el empresario del salón de música de Jazalgar).
De tal modo Visconti no solo denuncia a la vetusta aristocracia dominante, beata, endogámica y rodeada de fanfarrones de pomponsos uniformes, sino que tambien cuela en la narración un dardo mortal a la nueva clase pujante, con un mensaje demoledor: habeis derrocado a los nobles para ocupar su puesto, y lo que verdaderamente ansiabais al final era ser ellos, para poder despreciar como a vosotros se os despreció.
El baile del fin, el último baile de una época que agoniza. El Zenit donde pasado y futuro se encuentran y, efectivamente, nada cambia.
Tras lo cual, solo cabe el exeunt omnes. Pero solo se marcha quien supo ver que su era había terminado.
lunes, 2 de noviembre de 2020
Aviso a navegantes
Con la irresponsabilidad y el cortoplacismo (político y económico) que nos caracterizan pusimos todos los huevos en la misma cesta, la de los servicios turísticos. Igualito que hace 12 años con la construcción.
Solo que esta vez, Europa va a tener demasiados estados a que rescatar como para darnos prioridad a nosotros, que gastamos lo de los demás, legislamos a golpe de decreto-ley, intentamos cargarnos la independencia judicial y abaratamos el coñac en el bar del Congreso para que los representantes del pueblo olviden para qué fueron elegidos.
La hucha de las pensiones está saqueada; vacía de tanto usarla, unos y otros, para rellenar agujeros que hubieran costado votos, y sendas evoluciones, demográfica y de calidad educativa, hacen poco posible que los jóvenes profesionales del futuro contribuyan a llenarla. A lo que no ayuda que no se facilite a los jubilados rescatar los fondos de pensiones sin carga tributaria, lo cual permitiría que, de nuevo, fueran ellos quienes volvieran a tirar de hijos y nietos, revitalizando el efecto multiplicador económico que tanto necesitamos.
Para colmo, nuestras ansias de ser servidos en casita igual que nuestros vecinos de los distintos ultramares nos han hecho ignorar el ultramarinos del señor Juan, la mercería de doña Mercedes y la ferretería de los asturianos en pro de Amazon, Primark y demás grandes superficies y plataformas online.
Si a todo esto unimos que de buen grado cedemos nuestros datos a cambio de poder subir nuestras fotos cuquis, y que la desinformación y la incultura han destrozado nuestro espíritu crítico, nos encontramos con que a fecha de hoy, destrozados económicamente, incultos y mermados emocionalmente tras 8 meses de pandemia, somos terreno abonado para conspiraciones, sectas, radicalismos, luchas, suicidios, depresiones, violencia doméstica, divorcios, abandonos, rapiña y, en suma, lo que está comenzando a venir.
Nunca he tenido más ganas de equivocarme
viernes, 31 de julio de 2020
Cinestudio espejo (0). El Angel Exterminador, de Luis Buñuel (1962)
¿Qué decir del maño más conocido del mundo después de Goya, solo aprehendido en toda su grandeza por Max Aub y un puñado de privilegiados? su filmografía lo dice todo y, más allá de la surrealista innovación del perro Andaluz y su etapa en París -donde la sobreveneración le cambió-, es su trilogía religiosa mejicana la que, al menos para un servidor, mejor lo define.
De Simón del desierto hablaremos en un post distinto (por gloriosa); la Vía Lactea es una consumación... el Angel exterminador es la mejor simbiosis entre surrealismo, crítica social y filosofía que el cine haya dado. Para Buñuel, la abulia y la decadencia confinan a la burguesía en un mundo tan minúsculo que cabe en un salón. Ahí, por mor de sus prejuicios -el mayordomo nunca es reconocido- y endogamia -representada por el incestuoso amor de los dos hermanos-, un puñado de parejas burguesas mejicanas de finales de los años 50 se ve avocado a desempeñar todos los actos vitales -desde fornicar hasta morir, pasando por alimentarse y defecar, en un giro tan Joyciano que el paralelismo abruma-. Y todo se repite, una y otra vez, en un vórtice que encierra, que delimita, contrae, comprime y ahoga hasta el punto en que la violencia parece el único recurso para romper la maldición de la inercia.
La abulia como motor del confinamiento abarca y justifica las repeticiones, el abandono previo y misterioso de la mansión por parte de un servicio que anticipa la catástrofe; la histeria, las reacciones, el hambre, el machismo, los tipos burgueses de la diva, el excéntrico venido de Norteamérica, el agónico agonizante, los masones histriónicos -y, por ello, pequeños o falsos-, los amantes suicidas... todos defecando en los jarrones de la dinastía Ch'ing, como en el Versalles prerevolucionario, mentando a vírgenes lavables de caucho, intentando huir mediante la laudanina, codeina y morfina en una anticipación del día de la marmota, hoy mas que nunca en boga.
Y volveremos al confinamiento por repetir los mismos errores
Cinestudio Espejo (1). Myra Breckenridge (1970), de Michael Sarne
Imaginen al gigante John Huston a los 75 años, haciendo de vieja gloria de Westerns metido a director estrambótico y pervertido de una Academia de interpretación de la que nadie se quiere graduar. A continuación, hagan lo propio con una gloriosa Mae West, ésta con casi 80 años, haciendo de agente de actores (masculinos) a los que solo contrata después de hacerles pasar por su despacho-dormitorio (entre ellos, un jovencísimo Tom Selleck), y que se arranca a cantar una versión de hard to handle que ni los Black Crowes (olvidemos, como todo el mundo, que la versión original, de 1968, fue de Otis Redding).
Por último, imaginen a una bellísima Rachel Welch como transexual operado en Estocolmo con el solo fin de vengarse del típico macho USA homófobo y oligofrénico tirándoselo de modo humillante (con los roles gloriosamente cambiados) para, a continuación, seducir a su candorosa novia (una virginal Farraw Fawcett) en un ajuste de cuentas rayano en la justicia poética. Entre medias, orgías setenteras, maduros jueces anticomunistas y porretas, policías casposos curtiendo a hippies, hermanos que usurpan las herencias de hermanos, críticas feroces al Showbiz de Hollywood y secuencias intercaladas de películas de Marilyn o del Gordo y el Flaco.
Ahora, imaginen lo más difícil: que esta película se haya rodado en el Hollywood de 1970. Si pueden hacerlo, estarán pensando en Myra Breckenridge, la película maldita basada sobre la novela hoónima del rebelde Gore Vidal que acabó con la carrera de Rachel Welch (y de buena parte del reparto antes, siquiera, de que comenzara). La película que Hollywood quiso borrar de su memoria a cualquier precio.
Porque cuando se ridiculiza al enemigo, el miedo desaparece y tomamos conciencia de que se le puede vencer. Aunque venga pertrechado con el dinero de las grandes productoras, la capa del anticomunismo MacCarthiano y el corsé del puritanismo y la censura.
Véanla (si la encuentran, es de culto por razones obvias) y abran los ojos de incredulidad hasta que se queden ojopláticos y boquiabiertos como un servidor.
Gracias, Pedro. Después de haber visto Myra Breckenridge, Érase una vez en Hollywood ha perdido toda su originalidad.
Luis
sábado, 18 de abril de 2020
Ecuanimidad, no tibieza
Resulta tristemente curioso observar cómo al ecuánime siempre le rechazan todos los bandos polarizados. La falta de voluntad de posicionarse en uno de los polos de todo conflicto, latente o activo, situa a quien desea la libertad necesaria para criticar cualquier mal en la más incómoda de las posiciones. La de apestado por todos los bandos y, por ello, desprotegido y sometido a las agresiones de ambos; a quienes conviene dar ejemplo con quien, intentando mantener la cordura, pudiera erigirse, él mismo, en ejemplo de que para vivir y convivir no hace falta elegir otro bando que el de la paz y la razón.
Releo el prólogo que Chaves Nogales hace a su obra A sangre y fuego, y encuentro la prevalencia de la cordura de quien, por ecuánime, hubo de huir de su país. Mandado fusilar por los sublevados y considerado fusilable por la república, Chaves no huyó a Monrouge en 1937 porque anticipara la victoria de los golpistas, sino porque sabía que unos y otros no le perdonarían nunca el no haber optado por el que fuese de los dos únicos pensamientos únicos. Porque sí puede haber diversos pensamientos únicos en un mismo territorio, siempre que se juren el exterminio mutuo.
Ese exterminio que, mientras llega, o bien mata la cordura o de otro modo la obliga a exiliarse y presenciar cómo sus seres amados, cada uno ya con una etiqueta fácilmente distinguible, se odian sin saber realmente por qué razón.
La ecuanimidad no es tibieza, sino valentía, porque desprotege frente a todos los bandos, colgando al ecuánime el peor de los carteles en un conflicto: el de blanco fácil, por no alineado.
domingo, 12 de abril de 2020
La macchina ammazzacattivi (La máquina matamalvados). Roberto Rossellini, 1952
En estos tiempos convulsos necesitamos cuentos amables, bellos y que alberguen la promesa -o, al menos, una posibilidad, por remota que sea- de redención. La máquina matamalvados acumula las tres cualidades. Una bella historia en que un pretendido San Andrés entrega al fotógrafo de un pequeño pueblo la posibilidad de castigar a los malvados mediante su cámara, despojándoles del alma. Amarcord, Dickens, el realismo fantástico que nunca dejó Itálica y el mejor Cuerda ya estaban en un pequeño pueblo costero italiano en que a los guardias filofascistas había que habilitarles un ataúd especial para la mano alzada, Romeo y Julieta resucitaban cada generación y las americanas eran las únicas que se bañaban en bikini.
Dulce, balsámica y de final feliz o, cuando menos, inesperadamente desconcertante
lunes, 23 de marzo de 2020
Bitácora de la pandemia. Estado de alarma prolongado
A lo largo del día de hoy el Congreso, de conformidad con el art. 116 CE, autorizará la prórroga del Estado de alarma otros quince días, para garantizar que a los locos no les de por abandonar las urbes en masa y contagiar, más aún si cabe, las zonas rurales. Me parece curioso ese afán por destruir los lugares donde uno encuentra solaz, como si quisiéramos acabar con la belleza. -Es por huir del contagio-, dicen; -los hospitales de aquí están saturados, y quitan los tubos a los ancianos para ponérselos a los jóvenes- recitan, en una suerte de mantra, reiterado con tal vehemencia que solo destila evasión y egoísmo. A tal estado de cosas no ayudan las decisiones erráticas de los responsables farmacéuticos, ni los bulos insertados en archivos de voz donde el enésimo pretendido jefe de cardiología del enésimo hospital público predica el Armagedon.
El Armagedon no va a venir. Al menos, en forma de coronavirus. Vendrá la saturación de las UCIS, el baile de números irreales, las pendientes ascendentes de las curvas, los problemas de suministro de mascarillas y demás material de protección... Pero también acabarán por venir los números reales, esos que nos dirán que la mortalidad es inferior al 1%, que el suministro de alimentos y medicinas está totalmente asegurado y que, más antes que después, si seguimos las pautas de aislamiento y prevención, llegaremos a la famosa meseta y estabilización.
El Armagedon no va a venir. Al menos, en forma de coronavirus. Vendrá la saturación de las UCIS, el baile de números irreales, las pendientes ascendentes de las curvas, los problemas de suministro de mascarillas y demás material de protección... Pero también acabarán por venir los números reales, esos que nos dirán que la mortalidad es inferior al 1%, que el suministro de alimentos y medicinas está totalmente asegurado y que, más antes que después, si seguimos las pautas de aislamiento y prevención, llegaremos a la famosa meseta y estabilización.
domingo, 22 de marzo de 2020
La tía Cari
Cari es la hermana de mi padre. Tiene ya 70 años (que se dice pronto para una persona con discapacidad psíquica), le encantan los bolsos, el maquillaje y todo aquello que brille, y si le pones a tiro una escalera mecánica pasará horas subiendo y bajando felizmente por ella, hasta que un operario del Metro pregunte qué coño estamos haciendo, y nos diga que esto no es un parque de atracciones. Recriminación ésta que espero seguir oyend muchas veces más.
Cari es la más lista del centro de atención a discapacitados donde se encuentra. De hecho es tan lista que a veces se hace la tonta. Recuerdo un día que, viendo la tele, salió la Reina Leonor y ella, feliz, proclamó que la monarca era amiga suya y que hablaban de muchas cosas cuando se veían. Pues bien, la puñetera tenía razón. Como es la que mejor se expresa del Centro, siempre que hay visitas oficiales la sacan a ella para que reciba a las autoridades, y así, si pudiera escribir, tendría una agenda con más contactos que el propio Amancio Ortega.En suma, es de las pocas personas capaces de sacar al niño que llevamos dentro, ese que tan rápido olvidamos.
Cari tuvo la mala suerte de encontrarse con su cordón umbilical cuando estaba intentando salir de mi abuela para poner colores y formas, al fin, a ese mundo que oía desde el vientre de la tía Piedad (porque en los pueblos de la Mancha todos son tíos o tías, y si estas gordito te dicen lo guapo que estás). Creo que algo avisó a la tía de que estaba mejo flotando ahí dentro, e intentó evitar que saliera. Con la mala suerte de que se enrolló en su cuello, le privó de oxígeno durante demasiado tiempo, ese cerebro maravilloso se quedó sin riego y mi tía Cari nació con capacidades distintas a los demás.
Mi tía Cari recuerda los nombres de todos los familiares de toda la gente que conoce, enloquece de alegría cuando ve un bebé (benditos instintos) y, la verdad, es muy cotilla (además de pelín glotona, como su sobrino). Lleva en una residencia para personas como ella en san Martin de Valdeiglesias más de treinta años, y ha sido muy feliz.
Mi tía Cari el otro día se despertó tosiendo y con dificultades para respirar. Se cansaba mucho para llegar a la salita del desayuno, y ahí vió que otros compañeros estaban, también, tosiendo.
Pero yo no sabía nada de esto.
Algún día después del otro día me llamaron de la residencia. Estaba con el coronavirus y, la pobre, no sabía muy bien qué le estaba pasando, solo que estaba mal, y no podía explicar muy bien los síntomas. Era posible que la llevaran al hospital. A fecha de hoy está estable dentro de la febrícula y, si no empeora, seguirá en la dependencia que para contagiados con síntomas leves ha logrado habilitar el personal de la residencia. Todos ellos verdaderos héroes que, como los verdaderos héroes, es posible que acaben también contagiados y olvidados.
El verdadero mundo, ese que vale la pena, lo puebla gente como mi tía Cari. Ellos lo llenan de sonrisas, candor y una naturalidad que hace mucho que olvidamos. El verdadero mundo, el mejor posible, es aquel donde mi tía no hace más que subir y bajar escaleras mecánicas con una risa que contagia a todos los locos gloriosos, los poetas, los pintores y los abuelitos que nos enseñaron la esencia de lo bueno, el sustrato de lo bello.
Todos aquellos que, si no hacemos algo, irán muriendo estos días, vaciando el mundo de los únicos que verdaderamente valen la pena.
Cari es la más lista del centro de atención a discapacitados donde se encuentra. De hecho es tan lista que a veces se hace la tonta. Recuerdo un día que, viendo la tele, salió la Reina Leonor y ella, feliz, proclamó que la monarca era amiga suya y que hablaban de muchas cosas cuando se veían. Pues bien, la puñetera tenía razón. Como es la que mejor se expresa del Centro, siempre que hay visitas oficiales la sacan a ella para que reciba a las autoridades, y así, si pudiera escribir, tendría una agenda con más contactos que el propio Amancio Ortega.En suma, es de las pocas personas capaces de sacar al niño que llevamos dentro, ese que tan rápido olvidamos.
Cari tuvo la mala suerte de encontrarse con su cordón umbilical cuando estaba intentando salir de mi abuela para poner colores y formas, al fin, a ese mundo que oía desde el vientre de la tía Piedad (porque en los pueblos de la Mancha todos son tíos o tías, y si estas gordito te dicen lo guapo que estás). Creo que algo avisó a la tía de que estaba mejo flotando ahí dentro, e intentó evitar que saliera. Con la mala suerte de que se enrolló en su cuello, le privó de oxígeno durante demasiado tiempo, ese cerebro maravilloso se quedó sin riego y mi tía Cari nació con capacidades distintas a los demás.
Mi tía Cari recuerda los nombres de todos los familiares de toda la gente que conoce, enloquece de alegría cuando ve un bebé (benditos instintos) y, la verdad, es muy cotilla (además de pelín glotona, como su sobrino). Lleva en una residencia para personas como ella en san Martin de Valdeiglesias más de treinta años, y ha sido muy feliz.
Mi tía Cari el otro día se despertó tosiendo y con dificultades para respirar. Se cansaba mucho para llegar a la salita del desayuno, y ahí vió que otros compañeros estaban, también, tosiendo.
Pero yo no sabía nada de esto.
Algún día después del otro día me llamaron de la residencia. Estaba con el coronavirus y, la pobre, no sabía muy bien qué le estaba pasando, solo que estaba mal, y no podía explicar muy bien los síntomas. Era posible que la llevaran al hospital. A fecha de hoy está estable dentro de la febrícula y, si no empeora, seguirá en la dependencia que para contagiados con síntomas leves ha logrado habilitar el personal de la residencia. Todos ellos verdaderos héroes que, como los verdaderos héroes, es posible que acaben también contagiados y olvidados.
El verdadero mundo, ese que vale la pena, lo puebla gente como mi tía Cari. Ellos lo llenan de sonrisas, candor y una naturalidad que hace mucho que olvidamos. El verdadero mundo, el mejor posible, es aquel donde mi tía no hace más que subir y bajar escaleras mecánicas con una risa que contagia a todos los locos gloriosos, los poetas, los pintores y los abuelitos que nos enseñaron la esencia de lo bueno, el sustrato de lo bello.
Todos aquellos que, si no hacemos algo, irán muriendo estos días, vaciando el mundo de los únicos que verdaderamente valen la pena.
Lo que nos define como humanos
Hace mucho que no escribo. Ni aquí ni en otros sitios, más allá de textos académicos o profesionales. Pero estos días tenía que escribir. Aquí. No por ego, ni porque me lean (a estas alturas, y tras el parón de 2 años, dudo que nadie me siga ya). Sino porque a veces hay que dejar escritas cosas.
No por el miedo a la muerte, sino por el miedo a la vida.
Una vida en la que, tras esta pandemia, estará la mayoría de gente joven y fuerte, pero donde ya no estarán muchos de los físicamente débiles, esos que Hitler consideraba infrahumanos, indignos de respirar.
Pienso en los físicamente frágiles y me vienen a la memoria Oleg Karavaichuk creando belleza en su piano del Hermitage; el padre Angel ayudado a todos los que no tienen para comer; Stephen Hawking descubriendo el mundo detrás del mundo, Van Gogh creando belleza como bálsamo para la esquizofrenia... Tantos locos maravillosos, tantos ancianos que crearon -y crean- las mejores obras de su existencia precisamente tras haber vivido una vida plena, sin cuyas vivencias no podrían haber ideado lo que pervivirá siempre, más allá de ellos, más allá de nosotros.
Y pienso en los que no pueden defenderse por sí solos, los indefensos. Aquellos que, como mi tía Cari, nunca pudieron valerse por sí mismos y, en estos momentos de alarma, miedo y abandono, miran sin comprender por qué les están dejando solos en sus residencias.
Nos estamos muriendo, y hay que pervivir. Pero pervivir no es sobrevivir. Pervivir es superar los retos más graves como un todo, como un colectivo cuyo rasgo principal es la humanidad, no la racionalidad. Porque racional es optar por los fuertes frente a los débiles, mientras que humano es proteger a los débiles antes que a los fuertes.
Un pueblo se mide por el nivel de protección de sus integrantes mas indefensos, no por el grado de pureza de sangre o porcentaje de supervivencia (el término lo dice todo). Y nosotros no queremos meramente sobrevivir. A los supervivientes de toda catástrofe siempre les espera un calvario de recuperación; por contra, a las sociedades que perviven las abrazará una época de aprendizaje y curiosidad por un futuro mejor. Nosotros queremos pervivir como humanos, y para ello no podemos olvidar el atributo más importante del ser humano, que es la solidaridad, entendida como la superación del instinto de supervivencia individual en pro del más indefenso. Y en este sentido la solidaridad es antinatural, porque implica que nos sacrificamos por otro más débil, despreciando el natural instinto de supervivencia común a todos los animales. Pero, siendo antinatural, es por ello lo más humano que se puede encontrar, lo que nos distingue y, en ocasiones, nos hace únicos, asemejándonos, quizás por vez primera, al Dios en que cada uno cree.
Es muy fácil pensar en nosotros como buenos en tiempos de abundancia, solo porque no hemos tenido la oportunidad -o necesidad- de hacer cosas malas para sobrevivir. En estos tiempos de pandemia global toca enfrentarnos de verdad con nuestro verdadero yo, y darle una oportunidad de comportarse como humano, no como superviviente. Solo así, cuando todo esto termine -que terminará- podremos vivir con nosotros mismos en un mundo de seres humanos. Porque si sobreviviéramos tras haber sacrificado a los más débiles en pro de un ciego ideal de supervivencia numérica, nos encontraríamos otro mundo, seguramente. Pero no de personas
Solo pervive la belleza, y la belleza está en nuestro reflejo en los demás.
No por el miedo a la muerte, sino por el miedo a la vida.
Una vida en la que, tras esta pandemia, estará la mayoría de gente joven y fuerte, pero donde ya no estarán muchos de los físicamente débiles, esos que Hitler consideraba infrahumanos, indignos de respirar.
Pienso en los físicamente frágiles y me vienen a la memoria Oleg Karavaichuk creando belleza en su piano del Hermitage; el padre Angel ayudado a todos los que no tienen para comer; Stephen Hawking descubriendo el mundo detrás del mundo, Van Gogh creando belleza como bálsamo para la esquizofrenia... Tantos locos maravillosos, tantos ancianos que crearon -y crean- las mejores obras de su existencia precisamente tras haber vivido una vida plena, sin cuyas vivencias no podrían haber ideado lo que pervivirá siempre, más allá de ellos, más allá de nosotros.
Y pienso en los que no pueden defenderse por sí solos, los indefensos. Aquellos que, como mi tía Cari, nunca pudieron valerse por sí mismos y, en estos momentos de alarma, miedo y abandono, miran sin comprender por qué les están dejando solos en sus residencias.
Nos estamos muriendo, y hay que pervivir. Pero pervivir no es sobrevivir. Pervivir es superar los retos más graves como un todo, como un colectivo cuyo rasgo principal es la humanidad, no la racionalidad. Porque racional es optar por los fuertes frente a los débiles, mientras que humano es proteger a los débiles antes que a los fuertes.
Un pueblo se mide por el nivel de protección de sus integrantes mas indefensos, no por el grado de pureza de sangre o porcentaje de supervivencia (el término lo dice todo). Y nosotros no queremos meramente sobrevivir. A los supervivientes de toda catástrofe siempre les espera un calvario de recuperación; por contra, a las sociedades que perviven las abrazará una época de aprendizaje y curiosidad por un futuro mejor. Nosotros queremos pervivir como humanos, y para ello no podemos olvidar el atributo más importante del ser humano, que es la solidaridad, entendida como la superación del instinto de supervivencia individual en pro del más indefenso. Y en este sentido la solidaridad es antinatural, porque implica que nos sacrificamos por otro más débil, despreciando el natural instinto de supervivencia común a todos los animales. Pero, siendo antinatural, es por ello lo más humano que se puede encontrar, lo que nos distingue y, en ocasiones, nos hace únicos, asemejándonos, quizás por vez primera, al Dios en que cada uno cree.
Es muy fácil pensar en nosotros como buenos en tiempos de abundancia, solo porque no hemos tenido la oportunidad -o necesidad- de hacer cosas malas para sobrevivir. En estos tiempos de pandemia global toca enfrentarnos de verdad con nuestro verdadero yo, y darle una oportunidad de comportarse como humano, no como superviviente. Solo así, cuando todo esto termine -que terminará- podremos vivir con nosotros mismos en un mundo de seres humanos. Porque si sobreviviéramos tras haber sacrificado a los más débiles en pro de un ciego ideal de supervivencia numérica, nos encontraríamos otro mundo, seguramente. Pero no de personas
Solo pervive la belleza, y la belleza está en nuestro reflejo en los demás.
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