El chico, recién muchacho, fue arrancado de los brazos de su madre, y llevado a la guerra. Fue formado a golpe de disciplina, a latigazo, a pastilla de jabón dentro de toalla, a esputos. Y fue humillado, y le intentaron deformar, e intentaron convertirle en un asesino, pero el bien ya estaba hecho. Y cuando mató por primera vez, lloró: y por ello, le encerraron con los monstruos, y le violaron y casi, casi, le rompen el alma. Y un día salió del pabellón de destrucción, y volvió a matar, pero esta vez se mató a sí mismo. Y dejó una carta.
He visto monstruos, y los monstruos no son aquellos que queréis que mate: los monstruos sois vosotros. Habéis acabado con mi cuerpo, pero no con mi ama. Quisisteis que no viera más que odio a mi alrededor, me sumisteis en la oscuridad, rasgasteis mi cuerpo, y acabé por verlos, y los monstruos fuisteis vosotros. Vuestra perfección se sustenta sobre cadáveres, selección natural y semen mejorado, y vuestro perfume no es sino el de la muerte. Vomitáis guerra, defecáis guerra, eyaculáis guerra, respiráis guerra y espero, de verdad, que nos venzan para luego perdonarnos, y que nuestros hijos nazcan en un país nuevo que, aún ocupado, será libre, porque estará libre de vosotros. Matasteis a mi madre cuando me separasteis de ella, me intentasteis sacar hasta la última lágrima, me ordeñasteis pensando que podríais crear un asesino. Pero soy humano, no una mera sombra con carcasa de hombre, y me he dado cuenta de que las lágrimas nunca se acaban, de la misma manera que la sangre puede manar y una sola gota que quede, regenera todo un ser. No pudisteis acabar con lo que me inculcaron a través del amor, porque lo que se aprende con amor nunca se olvida. Y me voy, y me voy pensando en quienes me quisieron, que siguen aquí aunque penséis que no, y cuyo recuerdo inspira más lealtad, más devoción, más fe que toda la propaganda que paráis. Y mis manos están llenas de imágenes, y no de la sangre que me quisisteis hacer verter. Y mis manos son las manos de los hijos que nunca tendré, porque me habéis hecho recordar que nunca podemos renunciar a la inocencia. Mis manos son blancas, por sucias que lleguen a estar de la tierra que acabo de cavar. Mis manos serán siempre blancas, y el blanco nunca será el de los huesos, sino el de la luz que se descompone en un millón de arco iris cada día. Y moriré en un instante, pero nunca moriré, porque sé que nunca os olvidaré, de la misma manera que nunca me olvidará nadie. Y nunca desapareceré, porque alimentaré una tierra que volverá a florecer, y nunca desapareceré, porque soy agua, y el agua mana siempre, y alimenta siempre, y regenera. Y algún día seré lluvia, y lloveré sobre la tierra que habéis destruido, y lavaré la suciedad, y me haré uno con las lágrimas de aquellos a quienes destrozasteis, y volveré a brotar al suelo, y me haré charco para que, cuando me piséis con vuestras botas, veáis en mí el reflejo de los monstruos en que os habéis convertido, de los animales que nunca dejasteis de ser. Y cuando os hieran, y vuestra sangre mane, se mezclará con la tierra que ya seré, y me volveréis a ver, pero esta vez seré yo la tierra, seré yo el mundo, y vosotros, los pequeños. Y entonces os gritaré con voz de tierra, con fuerza de árbol, con furia de mar, con desolación de viento, y me veréis uno, todo, y agachareis la cabeza, y sabréis cuánto os equivocasteis con el mundo que habéis destruido. Dios lo puede todo: que Dios os perdone, porque yo no puedo. Os espero aquí, en la tierra donde acabareis: seré el primer insecto que atraviese vuestro ataúd, vuestros cuerpos, y os comeré el alma.
Y el chico cogió su fusil (como Johny, aunque éste podía), se descerrajó la cabeza de un tiro, y cayó. Y no le enterraron, pero sí se hizo uno con la tierra.
Luis Fernández Antelo. Fueguitos. (para mi amigo Juan Carlos)
lunes, 9 de julio de 2007
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