Guzmán era escultor, y los pocos ahorrillos que tenía, junto con aquellas minucias que consideraba más importantes, lo escondió en una Katrina, la más bella de las katrinas que nunca existiera, una estatuilla de una Katrina llorando, apoyada en un paraguas. Una estatuilla que contaba historias de abandono, de tristeza y, a la vez, de esperanza. Y al fin llegaron, otra vez, como cinco siglos antes, los conquistadores. Y al fin volvieron, reminiscencias de otros tiempos, incendiando, pasando a cuchillo, destruyendo belleza, vidas y futuro. Y al fin destrozaron la puerta, entraron, mataron a Guzmán sin darse siquiera cuenta de que alguna vez estuvo vivo, y empezaron a buscar y destruir, destruir y buscar. Y el fuego volvió a tocar el barro, aunque esta vez, para hacerlo pasto del olvido. Y el horno se amplió a taller, casa y granja. Y, aunque buscaron, no encontraron el documento por el que el gran Santa Ana se comprometía a respetar, por siempre, esa región, porque Guzmán, descendiente de héroes sin saberlo, lo había escondido en la Katrina, y no por su valor, sino porque siempre fue atesorado por la familia. Y la Katrina, esa Katrina concreta, no fue destruida, sino que uno de los oficiales, prendado de su belleza y perfección, se la llevó, para regalarla a sus hijos. Y a ese oficial le mataron por no haber encontrado el documento que debió encontrar, y la estatua pasó a su hijo Braulio que, consciente de la crueldad que le rodeaba, huyó de Méjico, y se llevó, también, la Katrina. Y la Katrina volvió a Florida, a la misión en que Braulio pasó sus días y, cuando murió, pasó al inventario de bienes del monasterio, de manera que, el documento que pudo salvar un país, descansa entre los monjes que ayudaron a crearlo. Por siempre.
Luis Fernández Antelo, extracto de "fueguitos".
(Para Georgina, que vino de un país mejor, a hacer el nuestro más bello. Gracias por el árbol de la vida)
lunes, 2 de julio de 2007
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